Pírrico huevo frito

ADMIRO A LAS PERSONAS capaces de hacer la misma cosa durante mucho tiempo. Cualquier cosa, me da igual. Aunque sea ver todos los partidos de un Mundial de fútbol. De hecho, eso es algo que, con encuentros que acaban en empate a cero, o con un pírrico gol en una jugada insípida, me impresiona especialmente. Necesitas una fortaleza descomunal para sentarte sucesivamente ante un Costa de Marfil-Japón, un Honduras-Ecuador, un Bosnia-Irán, un Corea del Sur-Argelia, y así hasta la gran final.

Hacer cosas es fácil, pero hacer siempre la misma cosa es aburrido y titánico. No está al alcance de cualquiera. Hace tres años, en un viaje a Segovia, conocí a un tipo que se llamaba Indalecio y que trabajaba desde hacía veinte años en una delegación de Hacienda. Nos precipitamos a la vez al bar del hotel y me contó su vida en cinco rondas de gin-tonics. En un momento dado, me habló de la aparente vida aburrida que llevaba en su oficina. Ni se levantaba un rumor, ni se contaba un chiste, ni irrumpía una cara nueva, ni se golpeaba una puerta, ni caía un bolígrafo al suelo, ni se contraían unas anginas, ni se olvidaban de arrancar la hoja del calendario al acabar el mes. Jamás ocurría nada que no fuese triste y gris. Cero.

En lo que a él respectaba, se pasaba los días cubriendo los mismos impresos y compartiendo el espacio con las mismas caras. Pero un día, mientras hurgaba en el videoclub de su barrio, se desvió, como en esos viajes en los que te dejas perder por las calles de una hermosa ciudad, hasta ir a parar a la sección de cine porno. Estudió el género con desgana, que a menudo es la gélida máscara que adoptas antes de elegir un título al azar y alquilarlo. Indalecio pasó revista aburridamente, como si todos las películas fuesen la misma película.

Pero de pronto, se quedó clavado ante una carátula en la que aparecía una mujer madura y gruesa, que se parecía a una de sus compañeras más veteranas en la delegación de Hacienda. Era ella sin género de dudas, íntimamente. «Cuando observas algo lo suficientemente fastidioso durante mucho tiempo, acaba volviéndose interesante», me confesó entre copa y copa, y me recordó a Flaubert. Después nos quedamos en silencio, removiendo el abismo del gin-tonic. En el fondo, yo solo trataba de no saber qué había hecho Indalecio con la película, y supongo que él intentaba olvidarlo.

En un tiempo que un amigo tuvo un empleo en el que acudía a diario a leer los periódicos, y después resumirlos, cada mañana se detenía con su coche ante un semáforo, y una mujer rubia, alta, elegante y desconocida cruzaba el paso de peatones. A la altura del vehículo, miraba hacia el interior con ojos ausentes, como cuando miras a un escaparate, solo para ver tu propia figura reflejada. Él era puntual, y ella lo era más todavía, de modo que el día que mi amigo se retrasaba o se adelantaba un par de minutos, ella hacía lo mismo para llegar a tiempo de cruzar ante él. Así de lunes a viernes. No podía tratarse de una casualidad.

La imaginación de mi amigo se disparó y a medida que él se detenía un día y otro -excepto sábados y domingos- frente al semáforo y ella transitaba por el paso de cebra, fue ideando la biografía de la mujer. Primero la convirtió en directora de una agencia de publicidad. Aquellos ojos que penetraban en el habitáculo del automóvil, decía, dejaban en la mirada las huellas de una persona creativa e inquieta. Le gustaba viajar. Dos veces al año se perdía en un país recóndito, sola, con una mochila a cuestas. Escribía poesía. Practicaba pilates y natación. Odiaba cocinar, pero cocinaba. Hacía cuatro años que no salía en serio con nadie. Él imaginaba que había tenido una relación tormentosa y se había prometido ser feliz lejos de la tiranía de una pareja estable. Practicaba el sexo sin compromiso. Era una mujer desinhibida. Odiaba dar rodeos y usar eufemismos. Los diez segundos que la mujer empleaba en cruzar la avenida estimulaban la mente de mi amigo. Pero una mañana, cuando se detuvo en el semáforo, puntual, como todos los días, ella no apareció, y nunca más volvió a verla.

Lo más cerca que estuve de asistir a algo anodino y reiterativo, fue ver cómo mi padre cenaba durante 30 años un huevo frito y media lata de mejillones. Se trata de esa clase de anécdotas que, en unas hipotéticas memorias, ocuparían poco más que unas líneas, pero que dicen más de tu vida que haber participado en la II Guerra Mundial. No exagero si digo que, si yo fuese mi padre y me animase a escribir un día mi autobiografía, el libro solo podría empezar de una manera: «Durante 30 años cené un huevo frito y media lata de mejillonres y me fui a la cama temprano, como Proust».

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