Pagar la noche mágica

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ESCRIBIR ALGO que se va a publicar el día 29 de diciembre da pie a todo tipo de superficialidades, singularmente las relacionadas con esos balances del año de las cosas más peregrinas, como si aumentó el número de horas utilizando el Whatsapp, cuánto descendió el uso del SMS, en caso de que todavía se utilice algo; lo mucho que se incrementaron las temperaturas en este mes de septiembre en comparación con la media de los últimos 20 años; la utilización cada vez mayor de los gimnasios; la fiebre por los alimentos orgánicos que no podemos permitirnos; la progresiva desaparición del libro de papel en función de los e-book que en 2014 parece haberse disparado (o eso dice un instituto de Michigan); el golpe que este año sufrieron los ordenadores de mesa a manos de sus antiguos parientes exóticos, los portátiles; el aumento de visitas virtuales a la playa de As Catedrais; la multiplicación exponencial de pequeños nicolases entre los que considerábamos padres de la patria; la recuperación del lobo en zonas templadas; el fenómeno Podemos; el incremento exponencial de las estrellas del pádel; el descubrimiento de que en un municipio empezaron a construir en mayo un edificio de viviendas de seis pisos; las comparativas entre este Papa y Juan Pablo II; los servicios que se perdieron en estos doce meses; las lágrimas derramadas por las plegarias atendidas.

Todo eso está muy bien, pero es mucho más interesante pensar en la razón oculta que nos impulsa a continuar saliendo a cenar por ahí en fin de año. Como dirían nuestros abuelos: ¿No nos dan de comer en casa? Pues se ve que no. O no lo suficientemente bien.

Yo tengo una teoría que se basa en que aún hay gente que se lo puede permitir, un segundo grupo que lo hace porque no suele salir casi nunca y un tercero que simplemente lo hace por nostalgia. Nostalgia de un tiempo en que lo pasaron realmente bien tal noche como la de pasado mañana. En la que tal vez conocieron a su actual pareja, o guardan un recuerdo turbio de una borrachera simpática y bienintencionada en la que por unas horas fueron felices con naturalidad y sin necesidad de pensar en ello. Todas esas son razones excelentes para refugiarse en un restaurante donde cobran mucho más de lo que cobrarían otra noche cualquiera por lo mismo.

Sobre estas cenas hay historias impagables, como la de un restaurante de Asturias donde los músicos contratados para amenizar el baile fueron los que asumieron la responsabilidad de dar las campanadas dando doce golpes a uno de los platillos de la batería, así a ojo. En otro, ya de Galicia, el hombre orquesta que se afanaba con cuatro instrumentos distintos y para asombro del respetable no atendía peticiones musicales. Todo fue más o menos bien hasta que tomó tres o cuatro copas y salió a echarse un bailongo. Hubo un asombro generalizado cuando la música siguió sonando como si nada y el tipo cantando con total normalidad. Una grabación excelente. Aunque sin confirmar, me contaron el caso de otro en el que tenían problemas con las matemáticas y llegado el momento del reparto de las doce uvas ¡ay!, un comensal no podría celebrar la entrada del año como se merece. El jefe de camareros quiso templar los ánimos como pudo y le hizo una oferta imposible de rehazar: cacahuetes en lugar de uvas. Lamento desconocer el desenlace de una historia tan prometedora y llena de posibilidades.

Durante muchos años grabé una cinta (por si hay alguien de menos de 30 años leyendo esto, eran unas cosas llamadas casetes en las que se escuchaba música de forma algo precaria, pero efectiva) con las canciones que más me habían gustado de cuantas había conocido ese año. Las guardo todas con muchísimo cariño y para mí están integradas por los mismos resortes que un diario encriptado que solo yo soy capaz de interpretar. Aunque alguna tiene casi 30 años, todavía me despiertan los mismos sentimientos que en el momento en que fueron concebidas.

Desconozco si nuestras madres, esposas, abuelas o hijas se siguen poniendo algo rojo para celebrar que seguirán un año más en este valle de lágrimas. Deberían ponerse algo gris, acorde con los tiempos que vivimos, como seguramente hará la Pantoja para acompañar el pato templado que le servirán mañana para cenar mientras mira de reojo a sus nuevas compañeras desconfiando de si solo querrán de ella que les cante algo o que les diga en qué banco de Marbella tiene una caja particular a su nombre llena de esos billetes de 500 que misteriosamente van desapareciendo de circulación.

Sea como sea, feliz año a todos, incluida la Pantoja.

EL GUSTO: Un tráfico rodado nuevo para Viveiro muy necesario

YA PUEDE estar contenta María Loureiro, la alcaldesa de Viveiro, de la reordenación del tráfico que se va a acometer en la ciudad del Landro. Una de las cosas que más llaman la atención a los visitantes de este espectacular enclave mariñano es lo incómodo que resulta circular en coche por el mismo y, en ciertas épocas del año, lo complicado que es encontrar una plaza de aparcamiento. Por eso, un replanteamiento a fondo como el que se aprobó llevar a cabo va a ser fundamental para conseguir que esa idea nada buena quede definitivamente desterrada y la gente se lleve la impresión que se merece.

EL DISGUSTO: Alcoa deja entrever que en un año estaremos igual

FINALMENTE SE solucionaron los problemas de Alcoa y el ya famoso servicio de interrumpibilidad eléctrica hizo que el ministro Soria salvase los muebles y no haya despidos masivos en las plantas de Avilés y A Coruña. Sin embargo, la multinacional ya dejó muy claro que dentro de un año la situación probablemente se repetirá, porque lo que ellos quieren es poder planificar su estrategia empresarial algo más a largo plazo, y hablan de un mínimo de diez años, lo que no parece descabellado visto desde fuera. Ahora se puede respirar, pero la situación no puede seguir así eternamente.

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