No preguntes, que es peor

Ejercicio de agudeza visual: ¿dónde está el periodista?
photo_camera Ejercicio de agudeza visual: ¿dónde está el periodista?

ESPAÑA, ESe ente semipúblico que ahora se conoce comúnmente como Estepaís, vive desde hace unos años uno de los momentos informativos más apasionantes de su historia reciente. Lástima que los periodistas nos lo estemos perdiendo. Y claro, la gente acaba por darse cuenta, porque una cosa es ser gente y otra, ser idiota: en la última encuesta-trampa-lapa del CIS, los periodistas competimos con los jueces por situarnos como los profesionales peor valorados.

El camino no ha sido fácil, hemos ido de victoria en victoria hasta la derrota final. Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que hasta conseguimos que se nos mirara con cierto respeto, como si fuéramos útiles a la sociedad; sin exageraciones, pero era incluso agradable. Luego llegaron las sucesivas burbujas, sociales y económicas, y nos hicimos partícipes de todas ellas, hasta convertirnos nosotros mismos en el problema, otra gran bola de nada inflada por la subvención a dedo y el dinero fácil que confundió los gases emanados de su estómago agradecido con la opinión pública.

Los periodistas nos convertimos en simples pasantes de las empresas de comunicación, y estas descubrieron que hacer periodismo de verdad era mucho más caro y daba muchos más disgustos y muchísimos menos beneficios que hacer propaganda. Y poco a poco la mayoría de esas empresas fueron renunciando a los molestos principios para abrazar la ideologización más uniformadora y extrema, la única que permite a todos por igual utilizar cualquier coartada doctrinal en beneficio de un único objetivo común: el dinero. No es una batalla por la ideas, ni por la democracia, ni por la libertad, es una lucha a muerte por la financiación.

De ahí el panorama. El periodismo parece ahora reducido a un enorme plató en el que se reproduce constantemente el esquema ‘Sálvame’. Una caterva de opinadores que no han tenido contacto con una noticia en su vida, escupiendo la bilis que previamente les marca el argumentario enviado por el grupo de poder que les controla. Cambias de una a otra cadena y los argumentos son los mismos, y muchas veces hasta depuestos por los mismos invitados, que se repiten como si su único don fuera el de la ubicuidad.

Tratan a los espectadores, los oyentes o los lectores como si fueran menores de edad, pero todos se presentan como portadores de la opinión de la mayoría de los ciudadanos de Estepaís, cuando las cifras reflejan que algunos de los medios en los que trabajan venden menos ejemplares en todo el territorio nacional que este periódico solo en el barrio de A Milagrosa, por poner un ejemplo cercano. No asumen que hace mucho tiempo aquí cada uno opina solo por sí mismo, y a veces ni eso.

Son los mismos que luego envían a sus redactores y cámaras a eso tan de moda en Estepaís que son las ruedas de prensa sin preguntas. O a seguir sentados ante una pantalla de televisión el discurso que, en la sala de al lado, derrama ante sus fieles un presidente de gobierno que lleva cuatro meses sin una comparecencia pública.

Los mismos que editorializan sobre la injusticia de que un vástago real sea tratado ante la ley como cualquier otro ciudadano, para bien o para mal, mientras la calle es un clamor que grita basta ya. Los mismos que señalan como terroristas y nazis de nuevo cuño -ambas cosas a la vez, ahí es nada- a unas personas que solo piden que les devuelvan el dinero que les robaron con las preferentes o que no les echen de sus casas.

Y ahora nos extrañamos los periodistas de que un tipo tan presuntamente despreciable como Ignacio González mantenga con total naturalidad que habría que empezar a prohibir la publicación de determinados contenidos y fotografías, especialmente los que a él y a su casta extractiva les molesten.

No es necesario, señor González, no se esfuerce. Los periodistas hemos dado pruebas suficientes de que nos bastamos y sobramos solos para dejar de hacer nuestro trabajo. Por el camino hemos dilapidado el único valor que cotiza en nuestra prima de riesgo, la credibilidad, y ahora ya no tenemos ni a quien vendernos.

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