Nicolás somos todos

UNA FLORIDA ideación delirante de tipo megalomaníaco». Han tenido que pasar un par de décadas floridas y un lustro delirante para que pudiéramos obtener al fin un diagnóstico preciso de lo que nos ha sucedido. El dictamen cuenta además con el plus del distanciamiento frío, desinteresado y profesional de su autor, un desapasionado perito forense. Lo ha clavado.

El diagnóstico pertenece al informe judicial elaborado sobre Francisco Nicolás Gómez Iglesias, a quien estamos conociendo estos días en la prensa como el pequeño Nicolás, una de las más grandes metáforas posibles sobre un país y un momento. Uno de esos personajes fascinantes que si fueran estadounidenses contarían de inmediato con su biografía superventas llevada al cine.

Acaba de cumplir 20 años y ni siquiera los aparenta. No creo que haya ningún estanquero en el país que le vendiera tabaco sin exigirle antes que le mostrara el carné, pero en círculos menos selectos y escrupulosos ha conseguido introducirse con éxito como asesor del Gobierno, lobista de agenda abultada e incluso agente del Centro Nacional de Inteligencia, lo que dice mucho del concepto que tenemos de la inteligencia nacional.

Acaba de salir del calabozo después de tres días detenido. Le acusan de un estafa que nadie en su sano juicio puede considerar otra cosa que una gran farsa en el enorme patio de comedias en que se ha convertido la nación. La propia jueza no se priva de mostrar su estupor en su auto: «No acierto a comprender cómo un joven de 20 años, con su mera palabrería, puede acceder a las conferencias, lugares y actos a los que accedió sin alertar desde el inicio de su conducta a nadie, por muy de las juventudes del PP que haya sido».

Ese inicio de su conducta se sitúa en la Faes de Aznar, en la que cayó con 15 años con el mismo efecto que si hubiera caído en una banda de narcotraficantes. Se enganchó a lo que vio, a lo que tenía a mano, como se hubiera enganchado a la droga en el otro caso. La política y la cercanía del poder le pueden arruinar la vida a cualquiera. De allí a dejarse ver con gran desparpajo por las mesas de grandes empresarios y ministros y a frecuentar el palco del Bernabéu o los despachos de concejales había un paso. Ya nos decían nuestros padres, se empieza con un porro y unas pastillitas y se acaba chutándose heroína.

Natural, por tanto, que acabara por colarse en la coronación del Rey, alita de mosca, un subidón. Entre otras fotos colgadas en su Facebook como trofeos en su pabellón de caza -con Rato, con Botella, con Cañete, con los líderes sindicales y empresariales, con la flor y nata del despropósito nacional-, está una en la que se le adivina la sonrisa satisfecha del que ha llegado a cima, mientras da la mano e inclina reverente la cabeza ante Felipe VI, otro prometedor y preparadísimo ciudadano que cayó demasiado joven en las redes de un delirante sistema megalomaníaco. Otra vida echada a perder entre ideaciones floridas. Yo estoy por creer que efectivamente había quedado a comer con él en Ribadeo aquel día, pero que a última hora le surgió algo. Almas gemelas.

Como él, también nuestro pequeño Nicolás cruzó el punto de no retorno. Le sacó 25.000 euros a un destacado empresario por un informe descargado de internet y fotocopiado de manera chusca, adelanto de la ayuda y el asesoramiento que le iba a prestar para que sus ficticias influencias le facilitaran un negocio. Por una razón aún inexplicada, el detenido fue Nicolás.

Escribe la jueza sobre él como escribe el perito forense, como queriendo decir, como si no fuera un expediente judicial sino un ensayo de sociología. No acierto a comprender, reconoce la magistrada, cómo pudo acceder a los lugares a los que accedió sin que su conducta no alertara a nadie desde el inicio. En este momento, decenas de jueces en este país deben de estar copiando literalmente el auto: Blesa, Rato, Díaz Ferrán, Bárcenas, Urdangarín, Matas...

El pequeño Nicolás salió del calabozo sin acertar a comprender qué había hecho mal, cuál era su delito. «Me la han jugado, esto es una encerrona», cuentan que repetía, sin llegar a aclarar a quiénes se refería, enganchado a su delirio florido. Yo, por lo poco que acierto a comprender, estoy por creerle. Se la han jugado, seguro, y han sido los mismos que a nosotros.

(Publicado en la edición impresa el 19 de octubre de 2014)

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