Nada nuevo (Tomo 26)

Vergüenza a destiempo. (Foto: Xesús Ponte)
photo_camera Vergüenza a destiempo. (Foto: Xesús Ponte)

LOS PERIÓDICOS, y este como el que más, llegan estos días escandalizados de Pokemon, pero es todo postureo. Por una vez, y para mi desgracia, mira tú por dónde, sí sé de lo que hablo: veintiséis tomos y 15.000 folios después, nada importante hay que no se hubiera contado ya antes, salvo algún detalle de guarnición y unas cuantas frases frescas que le dan otra textura a lo ya conocido. Así que vamos a calentarnos lo justo, porque quedan por leer otros setenta u ochenta tomos con mucha más substancia y a este paso nos vamos a empachar de indignación.

Después de estos dos días de información a tumba abierta sobre la corrupción más próxima, no veo motivo para que nadie varíe su postura: los que deberían dimitir ahora son los mismos que deberían haber dimitido hace meses, y por las mismas causas. Allá ellos si no se van, allá nosotros si no los echamos.

Lo que semejante avalancha de desdichada realidad sí revela, una vez más, es la podredumbre que nos rodea. Y no es cosa de la política, es cosa del sistema, el que conformamos todos. Será que a mí tanto tiempo removiendo la porquería me ha insensibilizado la pituitaria ante la peste emanada de la política, y ya nada me sorprende, pero lo que más me llama la atención de lo ahora conocido de la operación Pokemon es que dejarse arrastrar a la corrupción es tan fácil como acabar con ella: basta una simple decisión personal, tan alejada de la maldad por una parte como del heroísmo por la otra.

Este caso, por ejemplo, parte de las sospechas que un par de tipos levantaron durante la investigación del caso Carioca, pero la primera página del sumario propio, la génesis de todo lo demás, es la declaración ante la jueza que realiza un socio de los anteriores al que estos habían puteado. Un tipo cabreado porque ya no le dejaban ser corrupto a jornada completa, a cuya cabezonería le dio por explotar por ahí, como podía haberle dado por irse a buscar nuevas arcas públicas que sangrar.

Ha terminado, cómo no, imputado junto a sus denunciados. Se autoacusó de haber participado en el amaño de la concesión del servicio municipal de la grúa, sin haber sufrido mayores problemas morales para untar a políticos y adyacentes mientras la caja B dio para todos. Pero cuando el engañado por sus socios pasó a ser él se le abrieron las meninges en una hemorragia de honradez y del cabreo se llevó por delante el entramado de financiación de algunos partidos y el plan de pensiones de un puñado de aprovechados.

Se lee su declaración, se sigue su colaboración con los investigadores, y uno no tiene la sensación de que hubiera llegado a corrupto tras superar las prácticas en un módulo de FP, ni de que pasara a arrepentido tras unas noches sin dormir entre sudores culpables. No, simplemente le dio por ahí, y de la noche a la mañana mandó abajo el entramado que había ayudado a construir. Una sola persona, una sola voluntad, tan fácil como eso.

Porque tendemos a identificar corrupción con políticos, pero lo que cada vez tengo más claro es que en estos asuntos los políticos no la saben meter. Sí, hay algunos ciertamente voluntariosos que logran alcanzar un nivel de descomposición notable, pero en su mayor parte son unos advenedizos chapuceros que acaban por llenar los informativos de tomas delante del juzgado.

En este juego de alternancias, los que siempre permanecen son los demás: los funcionarios pata negra que dan el visto bueno a propuestas con proyectos técnicos ofensivos y que siempre acceden a abrir el sobre correcto en el tribunal de contratación; los empresarios que alimentan al monstruo por avaricia o que se dejan extorsionar por miedo, temerosos de verse expulsados de un engranaje en el que las propias normas legales están diseñadas para favorecer la discrecionalidad; los primos, cuñados y amigos de, que no dudan en tirar de contacto para saltarse unos puestos en unas oposiciones; o los miles de pringados decentes que han conocido e incluso sufrido alguna de estas injusticias y sin embargo no han reventado la mesa a puñetazos.

Los políticos no saben, y los que saben no podrían, si no ingresaran por turnos en un sistema ya predispuesto. Una estructura tan fácil de crear y mantener como de tirar abajo, porque tanto una opción como la otra depende solo de una cosa: la voluntad de una sola persona. La mía, la de usted.

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