Miserias de un oficio

LA PRIMERA Y fundamental miseria del periodismo local es que un día criticas ferozmente a un concejal o al alcalde o a un gerente de hospital o a un empresario de postín y al día siguiente, sí o sí, te lo encuentras por la calle. La ciudad se encoge y sus callejuelas se retuercen como si toda la superficie que ocupa se hubiera convertido en un pañuelo estrujado y las figurillas que por ella circulamos rodásemos para concentrarnos todas en los mismos sitios. Si hay suerte, el objeto de tus críticas te ignora abiertamente, mirando a un punto indefinido por encima de tu cabeza, y escuchando a su acompañante con interés reconcentrado como si le estuviera dictando los números del euromillones. Si hay mala suerte, te invita a un café. Más que nada para repasar esas cosillas que pareces no tener claras de su persona y de su apasionante actividad.

A nadie le gusta que le critiquen en los periódicos. En cuchicheos a su paso o en peleas tabernarias con puños descargados sobre la barra, vale. Negro sobre blanco, no vale. Dorribo me dijo una vez durante una entrevista, repantigado en su despacho con polo y uno de sus habituales relojes ladrillo, que sabía lo que contaban de él por Lugo: que se había hecho rico vendiendo medicamentos caducados al tercer mundo, unos, que traficaba con droga, otros. «Me da igual porque no es verdad», dijo tajante. Pues no, no era verdad.

Toleraba con humor esas cosas, pero le sacaba de quicio que se criticara alguno de sus proyectos. Lo conocí cuando andaba intentando abrir una empresa de tratamiento de residuos sanitarios en Becerreá, que defendía como muy segura y respetuosa con el medio ambiente de la que era una reserva de la bios- fera.

Harto de que se recogiesen las dudas de unos y otros sobre semejante plan, se presentó un día en el periódico, todo gomina y relojes, con una presunta química y el ladrillo en el que se convertían los restos de quimioterapias o de contrastes una vez que pasaran por su planta. Para que me convenciera de las posibilidades de la iniciativa me animó a que tocara el ladrillo, una asombrosa muestra de la tecnología del reciclaje. Fue la oportunidad perfecta para esa frase tan británica: «Preferiría que no».

Tengo un amigo que casi toda su vida se la ha pasado de corresponsal, saltando de país en país, lidiando con idiomas extraños y enormes diferencias horarias, que cree que no hay nada más complicado que ser periodista local. «Yo me meto con el presidente del país y ni se entera; en un periódico local te metes con un edil y la que tienes que aguantar después», decía siempre con su acentazo catalán. Hay verdad en sus palabras. También hay mentira. China fue su último destino y, si se hubiera metido con el presidente, sí se hubiera enterado. Como con el concejal, pero mucho peor. Digamos que sería invitado a volver a ejercer el periodismo local. Permanentemente.

No se puede quejar, creo, porque sus iniciales experiencias en ese tipo de prensa se tradujeron en pocas quejas de concejales y en una habilidad arrebatadora que mostrar en esos momentos de sobremesas etílicas en las que algunos, por no saber qué hacer, se adhieren con el aliento cucharillas de café a la nariz: recitar el tiempo (y el estado de la mar) en un perfecto gallego normativo, con suaves xes despalatalizados. De alguna forma, su primer destino local (Santiago) fue casi internacional.

A fuerza de ejercerlo, llega un momento en el que ya te ha pasado de todo. Ya te han cantado las cuarenta en todos los escenarios posibles, te han ignorado hasta en descansillos de escaleras en los que al cruzarse con alguien hay que ponerse de canto y te han preguntado al acabar cada punto de un pleno si has entendido todo, a ver qué vas a poner mañana.

A estas alturas ya casi te da igual que te critiquen. Eso sí, siempre que no lo escriban en el periódico.

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