Mis ciudades sin mosquitos

"A mi hermana Sara, mis escapadas se le hacen seniles. Al parecer, ella reserva Europa para la jubilación"

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EXISTEN tres o cuatro ciudades a las que no me canso de volver, ciudades frías, apacibles, de días cortos y lentos, en las que ocurren cosas poco originales y uno puede pasar tiempo en cafés y restaurantes, sin grandes acontecimientos que le distraigan. Cuando regreso, no me reconcome la idea de que debería estar explorando lugares más exóticos. Al contrario, me devuelven una sensación cálida, agradable, la misma que sentimos al probar una vieja receta o al reencontrar a uno de esos amigos con los que sobran las presentaciones y podemos lanzarnos directamente a despotricar de nuestro país, uno de los grandes placeres de viajar al extranjero. Cada año paso algún fin de semana en esas ciudades, ignorando sus monumentos imprescindibles, libre del tedioso circuito de las primeras veces, cuando deambulamos con una guía en la mano, levantando las cejas ante cualquier estatua y nos sentimos culpables si nos apetece una hamburguesa porque sabemos que habrá alguien al lado que exclamará alarmado: "¡Pero cómo te vas a comer aquí una hamburguesa!"

A mi hermana Sara, mis escapadas le parecen seniles. Al parecer, ella reserva Europa para la jubilación, cuando necesite vacaciones confortables, hoteles con moqueta y excursiones en autobuses descubiertos. Ahora prefiere planes excitantes, escapadas a otros continentes, con montañas y playas de las que jamás recuerda su nombre. Cada semana me bombardea con fotografías de acantilados, selvas y cuevas misteriosas, y suele terminar sus mensajes con un "life is memories", como si fuese un anuncio de los álbumes Hofmann. En realidad, cuando la escucho, siento un poco de envidia. Yo nunca conseguiré seguir su ritmo. Algo me impide estar en países donde un mosquito pueda enviarme al hospital. Creo que podría ir a un lugar con osos. No tengo problemas con los osos. Se les ve venir; pero cómo protegerte frente a un mosquito.

Mi idea de una aventura es regresar a Bruselas y comprobar que el Boulevard Anspach se ha vuelto peatonal o que una floristería ha sustituido al videoclub pakistaní enfrente de mi antigua casa, aquel antro maravilloso al que llegaban los estrenos antes que al cine. En realidad, lo que me alegra es asegurarme de que nada decisivo ha cambiado. Me distrae pasear por Saint Gilles y ver que sigue abierta la peluquería donde mis patillas pagaron las consecuencias de un mal francés o tomarme una Jupiler en uno de los vasos sucios del Verschueren, lamentando que mi barba ya no haga que se gire ninguno de esos flamencos con peinados imposibles que aún me vuelven loco.

Para que me brillen las pupilas me basta con dejarme invitar a una botella de vino por algún amigo al que echo en falta, demorándome en las sobremesas hasta que se enciendan las farolas, sin sentirme culpable por perderme alguna visita guiada, disfrutando de esos lugares como se disfruta de los libros favoritos, deteniéndonos en algún capítulo o eligiendo un párrafo al azar, y devolviéndolo luego a la estantería, sin remordimientos por no releerlos enteros, con la misma libertad y calma de esas ciudades del norte en las que me encuentro como en casa, donde puedo sentarme tranquilo a esperar el tranvía, seguro de que no habrá mosquito alguno que haya sobrevivido al final del verano.

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