Mi mejor taza de té

"Llegué al té escapando del café y, a su vez, al café huyendo de la leche; en una cadena de fugas, que me asusta pensar donde terminará. Desde que tengo memoria, la leche me repugna y, pese a las victorias que he conseguido con los años frente a otros enemigos gastronómicos, le leche resiste como la única fobia"

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MI AMIGO Fede vive con un ‘mejor’ en la punta de la lengua. No importa cuál sea la pregunta, si su playa favorita o el whisky preferido, él nunca duda. Sabe dónde venden el mejor pan, preparan las tapas más sabrosas o cuál es la calle donde se aparca antes. Sin pestañear te dirá el mejor gol del cualquier futbolista o la mejor película del mejor actor. A veces Fede se queda callado y yo lo imagino revisando sus superlativos, casi puedo oír sus clasificaciones encajando en filas y columnas como piezas de tetris. A Fede no le da pereza cruzar la ciudad para disfrutar del mejor vermú o aguantar una cola exasperante para comprar un tarrina de nata en la mejor heladería y, si alguien se empeña en tomar algo en el bar de abajo, por educación no dirá nada, pero se le verá incómodo, traicionándose a sí mismo y tal vez con la boca pequeña nos conceda un: «Aquí tampoco lo hacen mal».

Yo, en cambio, he sido siempre demasiado impaciente para ser sibarita. En Bruselas compartí un ático con Sthepanie, una belga risueña, que adoraba pasearse descalza y en bragas por la casa. En cuanto su novio Thibault descubrió que al español que vivía con la impúdica Stephanie le gustaban los chicos, pasó de gruñir al cruzarme por el pasillo a convertirme en su mejor amigo. Una noche al regresar a casa descubrí que me había preparado una degustación de cervezas trapistas. Sediento, me precipité sobre la primera y bebí a morro, un trago largo y hondo. Al momento, vi sus ojos de espanto, señalándome una hilera de relucientes copas, una por cada botella, todas diferentes, con la forma precisa para permitirles desplegar todo su aroma. «No me extraña que mezcléis el vino con coca-cola», me reprochó con desprecio.

Por bárbaros que seamos en los cotidiano, y aunque por pereza nos conformemos con la baguette del chino en lugar de coger el coche para comprar el mollete perfecto, todos ocultamos un lado sibarita, un vicio secreto en el que nos irritan sobremanera los defectos, nos crispa que no esté como debería y que, además, sufrimos en silencio, por miedo a parecer pedantes. En mi caso, ese lado sale a la luz frente a una taza de té.

Llegué al té escapando del café y, a su vez, al café huyendo de la leche; en una cadena de fugas, que me asusta pensar donde terminará. Desde que tengo memoria, la leche me repugna y, pese a las victorias que he conseguido con los años frente a otros enemigos gastronómicos, le leche resiste como la única fobia insuperable. Nadie ha tirado tanta como yo. Mañana tras mañana, año tras año, crecí mojando mi dedo índice en la taza y deslizándolo por el bigote, cuando mi bigote ni siquiera era pelusa. Después, vaciaba con sigilo la taza en el fregadero y salía orgulloso de la cocina, luciendo la prueba falsa sobre mis labios.

De camino al colegio, paraba en El Sombra y, sin tener estatura para asomarme a la barra, pedía un café; al principio con leche y azúcar, pronto solo. Mi cuerpo se acostumbró rápidamente, reclamando dosis cada vez mayores. En la universidad me volví una persona nocturna y mi primer trabajo fue en la redacción de un periódico.

Todo me empujó  a un nivel de adicción en el que podía beber una docena de cafés, en días en los que notaba como las pestañas me temblaban y el estómago ardía, como si lo hubiesen frotado con un estropajo.

Aprovechando una operación leve, a la que siguió un tratamiento de antibióticos, el médico me prescribió una dieta blanda, que excluía el café. No fue fácil, pero conseguí prescindir de él. Entonces, apareció el té. Llegó como un sucedáneo, un chico puente cuya misión era hacerme olvidar el latigazo eléctrico del café por las mañanas; apenas agua manchada a la que no encontraba sabor. Las cosas fueron cambiando poco a poco hasta convertirse en uno de mis placeres diarios, aunque pueda contar con los dedos de una mano los lugares de mi ciudad en los que me hayan servido una buena taza de té.

Más allá de la paupérrima calidad del té ensobrado o de la incomprensible costumbre de añadir azúcar a una bebida cuya esencia reside en su sabor amargo, en la mayoría de los lugares olvidan cuestiones básicas, como usar teteras o cestas que permitan a las hojas entrar en contacto directo con el agua para que el proceso de infusión sea correcto. Con frecuencia tampoco se respeta el tiempo que se debe dejar el té para que desprenda todo su sabor, evitando que amargue o quede insulso. Otro error común es utilizar agua tibia o excesivamente caliente. La temperatura correcta dependerá del tipo de té, pero un té negro exige agua a punto de hervir o directamente hirviendo. Sin embargo, si existe una costumbre que encuentro irritante y pone a prueba mi paciencia es la de servirlo en una taza ancha y baja de desayuno, en lugar de en una cilíndrica. Si además es de cristal, el desastre es absoluto.

No importa que el té sea la base de algunas de las civilizaciones más antiguas de Oriente, que su cultivo haya sostenido imperios tan poderosos como el del Reino Unido, modelando el mapa de las colonias en Asia y definiendo las fronteras actuales, que su comercio haya provocado guerras y revoluciones, favorecieron el nacimiento de países como Estados Unidos, con el famoso ‘motín del té’, preámbulo de la Guerra de la Independencia. Ni siquiera importa que el consumo de esta bebida salvase millones de vidas en la Revolución Industrial, al pasar de ser un lujo de la aristocracia victoriana a popularizarse entre la clase trabajadora, protegiendo a familias enteras de obreros de enfermedades que se transmitían a través del agua contaminada de las ciudades y que se depuraban al tener que hervir el agua para prepararlo. Nada importan sus méritos; como se lamentaba George Orwell, podremos abrir el libro de recetas más prestigioso y jamás encontraremos un capítulo dedicado a preparar una buena taza té, olvidando que es una de las cosas más serias que se pueden hacer en una cocina.

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