Mapa de la infancia

AL TACTO, era el horror. Una prenda pesadísima y completamente sintética, odiosa por tanto, de la que me quejé en la infancia con la misma pasión con la que ahora rezongo sobre el tiempo en los ascensores. Tenía que ser azul marino, con las dos rayas recorriendo las piernas y los brazos. El uniforme de gimnasia se completaba con una camiseta blanca y unas zapatillas del mismo color, de suela tan fina que haría hiperventilar a los diseñadores de Nike. Un sinsentido.

El chándal en cuestión con el que corrí patio abajo, patio arriba, di volteretas laterales sobre el hormigón y tradicionales sobre colchonetas fue comprado en Miguel Sport, que era donde se iba a comprar los chándales del uniforme. Hacerse viejo es esto: sentir nostalgia por los comercios de tu pasado, aunque en ellos compraras cosas espantosas. Visitar la tienda para, rodeada de mil colores y tejidos mejores, llevarte ese espanto que no conocía fibra natural alguna fue algo que mi yo infantil no entendió nunca.

Sé ahora de las dificultades de ese comercio y me invade la nostalgia. Por ese paraíso del deporte perdido, el que ya nunca haré, y hasta por ese chándal. Somos incongruentes: le hubiese prendido fuego si no fuese porque probablemente lo pudiese hacer solo con frotar dos mangas entre si y ahora lo añoro. Y a la tienda también. Con las hileras de botas de esquí que nunca me abroché y las escopetas de cazar patos que nunca disparé.

A veces, de la ciudad que fue, se echa de menos hasta lo que objetivamente ha mejorado Ni el placer que encuentro contemplando hoy en día el escaparate de La Sucursal -el mejor de Lugo, en el que me sentaría a vivir un mes, ya me estoy viendo: apoltronada en un sillón de orejas, venga a engordar en público, con la única compañía de un cortador de Joselitos y 5 Jotas- me sustrae de la añoranza. De la que siento y de la que sentiré especialmente en verano, cuando entraba en el comercio con cualquier excusa -como comprar una botella de agua, no hay compra más sosa- solo por el ambiente fresco y la brisa que traen los jamones y bacalaos. A primera hora de una tarde de agosto, cuando hace tanto calor que allá donde se mire todo tiembla, La Sucursal era una catedral. Una catedral que olía a comida. No hay aparato de aire acondicionado capaz de reproducir el frescor de los mostradores de mármol y el suelo de piedra. En un día achicharrante, como de ciudad italiana de interior, entre un centro comercial refrigerado y una capilla, yo elijo iglesia. Claramente.

Estoy ahora así por un chándal de dolorosa visión, en este estado melancólico, que ya sufrí y con más afectación con la despedida del Gran Teatro. Y eso que me pilló joven. No importó, hubiese querido ver en pie para siempre el primer lugar en el que fui al cine, el sitio donde vi E.T. Veo ventajas a las butacas ergonómicas y al sonido envolvente, a que no me paren la película por larga que sea para que ‘visite nuestro bar’, a no congelarme si efectivamente ‘visito nuestro bar’ y al mismo tiempo volvería al suelo crujiente, a las butacas enanas, a acceder a la penumbra cruzando cortinas de terciopelo... ¡Cortinas! Lloran su ausencia en los cines los cortineros y la lloro yo también en este ataque de nostalgia absurda.

Para el mapa de mi infancia lucense hubiera deseado un futuro de expansión, de conquista, de anexión. Un futuro, que ya ha llegado y es presente, como el de Ray. Ya no reconozco a la tienda de los recreos del instituto, el escenario comercial para dar rienda suelta al paladar a medio desarrollar, propio de esa tierra de nadie que es la adolescencia. A Ray se iba a comprar gominolas, gusanitos y dos pitillos sueltos: el menú de los 16. Era una tienda estrecha, con los regalices más frescos porque el género duraba poco y se reponía constantemente. Cuando cerró Somoza (otra pérdida dolorosa), Ray se hizo con el local y creció en superficie tanto que a veces pienso si no tendrá aspiraciones de supermercado del azúcar. Da igual. Los regalices siguen en su punto.

Voy interiorizando estos cambios cartográficos del Lugo de mi pasado. Es una ciudad de la que me aburre que no cambie y que me preocupa cuando lo hace. No me aclaro. Deseo, eso sí, un ilusionante mapa nuevo, lleno de nuevos negocios en los que comprar cosas por primera vez. Y que duren.

 

(Publicado en la edición impresa de El Progreso el 22 de marzo de 2014)

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