Ha fallecido al caer la tarde, vivió su último atardecer con el mismo estilo con el que ha sabido llevar sus muy largos ciento tres años: sin ruido, sereno, muy tranquilo, en ese lugar casi religioso de la casa, la cocina, con sus hijos, nietos y bisnietos.
Por razón de la edad que alcanzó le ha tocado vivir la dureza y la sinrazón de dos dictaduras y de una guerra en la que se helaron sus pies, pero no sus ganas de retornar a su tierra para llevar a buen término su proyecto familiar: quedan dos hijos, José Manuel, sacerdote —del que soy amigo desde 1956— y María del Carmen, madre y abuela de los tres nietos y de los dos bisnietos de Manuel.
Como referencia familiar complementaria pero sin embargo reseñable añadiré que además de hermano de la madre, apadrinó al notable empresario gallego, y también benefactor anónimo de algunas causas nobles en Lugo, que lleva su mismo primer apellido.
Manuel a edad temprana alcanzó a comprender que la perfección es imposible y desde ahí y con esfuerzo noble supo construir una personalidad que le permitió disfrutar de la condición de buen vecino y buen padre. Siempre recordaba con agrado y gratitud a sus maestros, especialmente a mi vecino don Avelino, de Villarcabreiros.
Ha querido buscar y descubrir la magia y el beneficio de poder vivir en un pueblo, en una aldea, respirando buenos aires fuera del ritual obligatorio de la modernidad, sabiendo prescindir de productos y servicios que no dan la felicidad. En su casa, hasta ayer, convivían con él cuatro generaciones. Su familia, doy fe, vive este momento entre el abatimiento por haberlo perdido y la exaltación por haber podido disfrutarlo largos años. Han aprendido de Manuel a saber estar en el mundo sin hacer ruido y sin abandonarse a inútiles tristezas.
Por su parte, Manuel en su vejez ha podido sentir la felicidad de que los mayores, nuestros mayores, no son de usar y tirar; en esa su casa en Calde ha vivido hasta el último día, a resguardo del mundo, con la compañía y cuidados de los suyos. Descanse en paz.