Malos tiempos para la retórica y buenos para el chandalismo

NO SON BUENOS TIEMPOS para la economía, como resulta obvio, pero tampoco para la retórica. Los modos broncos, la violencia verbal y casi física, la estética un tanto descuidada y las algaradas tabernarias parecen haberse apoderado de un tiempo a esta parte de la escena política.

Da lo mismo que hablemos de Venezuela que del pleno municipal de Ourense, del Parlamento europeo que del pazo do Hórreo... El insulto se ha instalado de una forma preocupante en el discurso de muchos representantes públicos. Es como si el lenguaje de la calle -cada vez más colérica y desencantada- hubiera logrado atravesar los «múltiples y gruesos muros que, paradójicamente, se levantan en esta época de globalización», en palabras del filósofo francobúlgaro Tzvetan Todorov.

El caso es que la retórica, entendida en la Grecia y la Roma clásicas como ‘ars bene dicendi’ (arte de expresarse adecuadamente) con el fin de persuadir al destinatario, a la que dedicaron tratados tanto Aristóteles como Cicerón, parece vivir sus peores momentos, coincidiendo, todo hay que decirlo, con el hastío que produce una clase política incapaz de buscar una salida certera a los graves problemas de la gente.

En estos tiempos en los que «falta relato», por tomar prestada una reciente expresión del presidente de la Xunta, y sobran malas formas, quizá resida en el chandalismo la metáfora que mejor nos hace visualizar la situación política actual.

En las exequias por Hugo Chávez y en la posterior campaña electoral venezolana hemos asistido, con cierto estupor desde este lado del Atlántico, al uso abusivo del chándal por Nicolás Maduro y Henrique Capriles, los dos principales candidatos. El primero, con un objetivo evidente: presentarse como el heredero del líder chavista, quien, al igual que Fidel Castro, sobrellevó su enfermedad vestido con esa prenda con los colores nacionales. Capriles, con una estética incluso más poligonera, que incluye gorra de béisbol y polo remangado, se enfundó también la sudadera para contrarrestar el mensaje populista del ungido por Chávez y, de paso, erigirse en candidato de todos los venezolanos y no sólo de los más ricos, como le reprochaban sus oponentes.

Y es que el compromiso político viste ahora chándal. Tanto es así que, según la consideración general, este informal uniforme está sustituyendo poco a poco al pañuelo palestino y a la camiseta del Che Guevara como nuevo icono revolucionario.

Tradicionalmente asociado a la práctica deportiva y/o al ámbito más o menos doméstico, lo curioso del chándal es que tiene unas raíces marcadamente proletarias. Su origen, en contra de lo que pueda parecer, no tiene nada que ver con el deporte. En realidad el nombre es la abreviatura de dos palabras francesas, ‘marchand d’ail’, que significa «vendedor de ajos» o frutero. Así que empezó siendo atuendo de clases obreras para pasar a ser, ya en el siglo XX, prenda «reservada a modernos». O, para ser más precisos, vestimenta utilizada por los jóvenes que practicaban deporte en los campus universitarios británicos.

Viendo sus raíces y el destino que se le ha dado al también llamado «pijama de la calle», el mensaje que intentan trasladarnos los políticos que lo llevan puesto de forma no casual parece nítido: «Yo soy uno de los vuestros». Sin necesidad siquiera de palabras, de discursos, de retóricas... Es así como el chándal ha pasado de ser popular a populista y se ha convertido en el patético símbolo de la primera mitad de la segunda década del siglo XXI.

«Cuanto más pobre es el mensaje, más pobre es la vestimenta. Un mensaje claro se refuerza con una imagen clara. Pero en los últimos años resulta difícil identificar a los políticos de cualquier signo. Igual que las ideologías se han diluido, la vestimenta se ha homogeneizado», sostiene la coruñesa Patrycia Centeno, pionera en analizar la indumentaria como herrramienta de comunicación y autora de ‘Política y moda. La imagen del poder’.

Tal es la fuerza de la imagen personal que el profesor Alfredo Ramírez Nárdiz se muestra convencido de que Maduro «no alcanzó el poder cuando Chávez lo señaló con su dedazo como sucesor», ni siquiera cuando dijo que el espíritu de su antecesor se le aparecía en forma de pájaro, sino «al enfundarse el chándal chavista y presentarse ante el mundo engalanado con la psicodélica prenda que representa la metafísica unión entre los colores de la patria, la humildad de cualquier revolución socialista y el inequívoco olor a poder totalitario que tienen todos los símbolos mágicos».

En Europa el estilismo maneja conceptos diferentes. Quizá gracias a ello no ha aterrizado todavía el chándal en la política española y gallega. Pero todo se andará.

Lo que sí ha llegado hace tiempo, y me temo que para quedarse, es el chandalismo dialéctico. Esa forma de hacer política que recurre con frecuencia a la ofensa personal y a la demagogia, que no es otra cosa que «la capacidad de vestir las ideas menores con las palabras mayores», en acertada definición de Abraham Lincoln.

Cuando más necesitada está la sociedad de una acción política que la ayude a superar los rigores de la pertinaz crisis, más preocupados parecen estar los representantes públicos -sean del Gobierno o de la oposición- por sus batallas personales -que a casi nadie interesan- que por el verdadero problema de fondo. ¿Acaso no son elegidos por el pueblo para ser parte de la solución o, cuando menos, para intentar buscarla?

Quizá por ello ha llegado la hora de reivindicar la retórica, la vieja retórica, aunque no tenga poderes taumatúrgicos ni constituya siquiera un valor en sí misma más allá de su capacidad para conducir al diálogo y, por ende, al consenso. Ponerla en valor es lo que intenta Sam Leith en su interesante libro ‘¿Me hablas a mí? La retórica de Aristóteles a Obama’, de lectura aconsejable para quienes han quedado varados en el fango del dicterio y son incapaces de articular un discurso coherente y brillante.

A esos que viven en la procacidad y que con su escalada verbal de improperios hacen de la política un bochornoso espectáculo, como los que llaman macarra al presidente gallego y «mamarracha» a una concejala del BNG, quizá vendría bien recordarles aquella famosa anécdota de Winston Churchill cuando fue interrumpido en el Parlamento por una diputada de la oposición: «Si vuestra excelencia fuera mi marido, yo le pondría veneno en el café», le dijo ella. A lo que el líder británico respondió con su proverbial flema: «Señora, si yo fuese su marido, me tomaría ese café gustosamente».

Es lo que tiene la retórica, que puede hacer que hasta el insulto parezca elegante.

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