Luis Blanco Vila: ''Los oficios de escritor y catedrático los he ejercido durante casi medio siglo en el marco del periodismo''

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Luis Blanco Vila (Foto: PEPE FERRÍN)
Luis Blanco Vila (Foto: PEPE FERRÍN)

El profesor y periodista gallego vive retirado en Boiro y tiene pendiente de decisión editorial ‘As pequenas historias de Xan da Borralla’, su primera aportación literaria en gallego, después de muchas crónicas, viajes, relatos, historias, novelas y abultados estudios de literatura

ES NAVIDAD EN SANTIAGO, donde acaba el Camino. El aire frío trae hoy sones de campanilla y zambomba, con una lluvia que empapa para cruzar la Praza do Obradoiro. Quedamos citados en la cafetería del Hostal, Luis Blanco Vila, el periodista, profesor y escritor, que se retiró a Boiro, y quien, hace muchos años, echó a andar en el periodismo bajo su dirección y apoyo. Fue un reencuentro que duró lo que un largo café mañanero, con tiempo para las fotos de Pepe Ferrín, y un almuerzo de caldo, empanada y merluza a la gallega en el Camilo. Allá, en el tiempo vivido, queda en el recuerdo cálido del estudiante el spaghetti al que Begoña, mujer de Blanco Vila, le ponía todo el arte del corresponsal en la capital italiana.

Don Luis Blanco Vila, aunque sea obvio para mí, háblenos algo de este maestro de periodistas

Eso acaba de decidir el ‘Club de Periodistas Gallegos en Madrid’ que preside Pilar Falcón. Además, tengo un sobrio y bonito diploma que ‘testimonia’ el halago. Acaba de morir mi querido Manolo Martín Ferrand, mi predecesor como maestro. Me gusta decir que después de él me toca a mí. ¿Mis sentimientos? De gratitud. Me engañó la presidenta: me invitó a un almuerzo en el Centro Gallego de Madrid para hablar al club de mi último libro, ‘Literatura y existencia’ -nada, un folleto de 676 páginas, labor de veinte años, publicado este verano pasado en CEU-Ediciones- y me encontré con dos docenas de socios que venían a almorzar conmigo para celebrar el título de Maestro de Periodistas, que me habían dado,sin saberlo ni pretenderlo..

Para mí es obvio, pero he de preguntarlo: ¿Por qué ese título de colegas de profesión a usted?

No lo sé muy bien. En el diploma/halago se hincha el perro del elogio. Dice que porque soy ‘corresponsal trotamundos (Oyes!), filólogo, historiador, novelista y siempre maestro de la palabra’. Todo ello es cierto, pero falta conocer el grado alcanzado en tales bondades. Algunos premios dicen que es alto, muchos fracasos aseguran que no he llegado muy arriba. Pero sí he intentado ser escritor y he conseguido la cátedra, y ambos oficios los he ejercido en el marco de la carrera de Periodismo, con tesón durante casi medio siglo. A lo mejor, todo sumado, alcanza el mérito necesario para ser eso tan bonito. De todos modos, voy a comprobar hasta qué punto puede ser cierto. Voy a pedir a algún buen amigo o amiga, discípulo amado o amada que organicen un homenaje a este maestro de periodistas, en una taberna o comedero enxebre, de esos que abundan en Madrid, de pago más que moderado y cocina sibarita. ¿Acudirá alguien al festín? ¿Me ayudará el clamor del evento a que me reciban en la Academia, después de tantas publicaciones, premios y demás mimos como me han prodigado?

Por cierto, con qué bagaje de vida y de estudios se enfrentó usted a su doble profesión de periodista y enseñante

Yo lo que quería, ya de niño, era escribir. Pero en la aldea de Boiro, donde nací durante la guerra civil, eso no era fácil. ¿Boiro, tierra de escritores? Por entonces, no. Algunos aparecen hoy en los libros/catálogo de esta casi ciudad que tanto ha crecido y tanto se ha enriquecido. Algún clérigo ilustrado tirando a liberal y nacionalista. Otros se hicieron nombre en la emigración o el destierro, que es lo mismo, gracias, sobre todo, a las instituciones y centros gallegos en las capitales europeas e iberoamericanas. El médico Fernández Mato o Martínez López, ambos de gran señorío, fueron políticos republicanos y buenos escritores pero sin obra representativa. En Boiro, en cambio, la tradición era más bien ágrafa. La cultura superior tardó décadas en darse una vuelta por mi pueblo. Y para un escritor notable que desembarcó en Cabo de Cruz años antes de la Guerra… fue un tal Castelao, que se plantó, con unos amigos de su vecina villa de Rianxo, en una romería que se estaba bailando, acompañada con música de gaita, en la explanada del puerto boirense. Habían hecho la travesía a golpe de remo en una gamela y llegaron con ganas de matar la sed y reponer energías. Parece que se pasaron de vino y algarabía. Lo cierto es que los rianxeiros fueron agredidos y corridos hasta la punta del muelle. Antes de ser arrojados al mar, reembarcaron rumbo a Rianxo con las costillas molidas por la rabia y los puños de los crucenses. Así que, si a Castelao, gran escritor -además de lo otro- lo echaron del concello de Boiro de esa guisa, ¿qué podía esperar un neno como yo que, según mi maestra de parvulario, Antonia Pereira, -siempre he pensado que exageraba- sabía leer y escribir a los tres años?

¿Cómo se produce el salto que le permite acceder desde aquel Boiro a la universidad?

Tras perder un curso por no tener quien me enseñara, me fui del pueblo con el primero que pasó por allí, un claretiano de la comunidad de Vilagarcía, que, tras conseguirme una beca de 6.000 pesetas anuales, me llevó al colegio Barquín, de Castro Urdiales, entonces Santander, internado de aspirantes a bachiller, donde empezó mi ascensión hacia la Universidad Central de Madrid. Mi primera publicación ‘seria’ fue por entonces, cuando acababa de matricularme en la universidad. Recuerdo y tengo copia del largo artículo, titulado ‘Tres escritores políticos del barroco: Quevedo, Gracián y Saavedra Fajardo’, publicado en una revista de colegio mayor. La reseña la recogió nada menos que Crosby, el hispanista norteamericano máximo experto en la obra de Quevedo. Después, mientras estudiaba dos carreras (filología románica y periodismo), trabajaba en una fábrica de radares y sónares en las afueras del norte de Madrid, hacía la mili y jugaba al fútbol en Zaragoza y escribía como un poseso una novela (‘La caverna de Platón’, que no quedó mal entre los finalistas del Planeta de aquel año, el mito de la doble realidad y las sombras proyectadas sobre el fondo de la cueva, con fondo levemente diseñado de droga, tema tabú por entonces; nótese la fecha -1959-), una obra de teatro (‘Hijos de la tormenta’, que al jurado del ‘Carlos Arniches’ de Alicante no le pareció mal. Hay todavía, en el fondo de un cajón, varios cientos de cuartillas para una novela, ‘Vísperas en San Gregorio’, a la que aludo siempre como ‘El novelón; y una nueva novela (‘Por qué está triste el pueblo’, primera con vocación de bildungsroman, novela de aprendizaje o formación, como dicen los alemanes). Y, por fin, los años más hermosos -eso dicen, yo apenas tuve tiempo para darme cuenta- de la universidad, durante los cuales escribes, llegas a publicar algo, que recortas y archivas con mimo. Ganas premios de poesía -los sonetos se me dan de miedo-, tonteas un rato con aquella rubia de Albacete, te enredas -poéticamente, es decir, intercambias poemas-, con la morenaza de Biarritz, que te dedica poemas apasionados… Pero tú te dices: «Después, más tarde, cuando tenga tiempo, cuando remate este ciclo». Y, un lunes al sol, con fulgores sobre el jardín de la facultad que se adivina de fondo de las ventanas abiertas del aula en la que esperan al profesor, te dejas llevar por la referencia y caminas hacia aquella puerta, deslumbrado antes de perfilar su figura con cierto detalle. Nuevos deslumbramientos sobre su rostro. Es ella, no es la rubia de Albacete ni la morena de Biarritz, sino la morena -eso sí- de Bilbao. Tenía 18 años -yo casi 25- comenzaba su carrera -yo estaba a punto de terminar las dos- , en seguida supe que tenía que esperar, por lo menos, cuatro o cinco años para casarnos. El flechazo ha rebasado el medio siglo; la herida no se ha cerrado todavía. En nuestro retiro de Boiro se produce cada día el milagro de los amaneceres en los que el sol dibuja en colores su perfil y su beso de buenos días insufla fuerza para seguir queriéndola ¿He contestado o dicho algo sobre lo que me ha preguntado?

En cierto modo sí, aunque a mí aquí no me corresponde responder, solo preguntar. Explique lo de trotamundos que dice el diploma que le reconoce como maestro de periodistas.

Tampoco es para tanto. Resumo, pues, y me meto en vereda: He sido corresponsal de la cadena de Edica (diario Ya) en París y en Roma; enviado especial a todo el mundo, director del diario El Ideal Gallego, de A Coruña. He viajado con los Reyes, con presidentes del Gobierno y ministros, me he enganchado en empresas públicas y ministerios, he sido delegado en el Ayuntamiento de Madrid con varios alcaldes, he sido profesor adjunto, profesor titular, encargado de cátedra y catedrático hasta mi jubilación. He publicado un gran número de libros -demasiados- y sigo publicando y traduciendo; he editado medio centenar, desde ‘El código de Hammurabi’ hasta autores del siglo XX, y siempre con introducción mía. ¿Lo nuestro? Tenemos cinco hijos, los cinco licenciados o doctores en sus materias profesionales. Uno de ellos, el científico, escribió un poema cuando tenía seis o siete años, que me dedicó en mi aniversario, que comienza: ‘Hay en mi alegre casa /un padre que sonríe / y que va a trabajar en tres trabajos’. Y, tras detallar ‘mis trabajos y mis días’, con derecho a pago -los otros tres no- remata el poema: ‘Mi padre es de color verde / porque es tranquilo’. Sí, sí, trotamundos. ¿Que cómo lo hacía? No estoy seguro. Lo que yo te diga: por eso creo en la multilocación. Nunca nadie me ha acusado de haber faltado al trabajo.

Y encontró tiempo para dedicarse con intensidad a la filología

Ese es mi doctorado, gracias a él he podido aspirar y ganar la cátedra de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Cuando la Complutense se llamaba Universidad Central, no teníamos especialidad de Literatura y subíamos gateando por las filologías, la románica y la hispánica. ¡Qué grandes maestros tuve en Románicas! Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Entrambasaguas, Maldonado, Criado del Val, un jovencísimo Quiliz… Muchos de ellos acabaron siendo amigos.

¿La afición y el estudio de la historia le llevó al periodismo?

Me encanta la historia. Tengo publicados varios ensayos históricos: ‘La crisis de las ideas en el Fin-de-Siglo’, ‘De las costumbres económicas de los españoles’, ‘El Debate y Mundo Obrero durante el gobierno del Frente Popular’ (febrero-julio 1936) (inédito e inencontrable: las mudanzas…), ‘El Correo Gallego, cien años de aportación a la historia’ , libro del centenario del diario de Santiago (1878-1978); incluso el último que he publicado hace meses, el gordo ‘Literatura y existencia’, de escasa difusión, narración y análisis de casi cuarenta años al pie del cañón de la docencia universitaria. Pero, siendo historia, es, por supuesto, más literatura. Siempre fue mi meta. El primer día de clase solía rematar mi stripteese-presentación con una frase desconcertante: ‘Miren ustedes, yo solo hablo en serio cuando hablo de literatura’ Mi concepto de historiador no es muy elevado; de hecho, a mis amigos historiadores suelo ‘molestarlos’ con una frase del escritor norteamericano Henry James: ‘Hace falta mucha historia para hacer un poco de literatura’.Y es verdad: ‘Guerra y paz’, de León Tolstoi, encierra mucha história, muchísima, pero la historia es el marco del esplendor literario del autor de Iásnaia Poliana, una historia de amor y desamor nada extensa. ‘Ulises’, del irlandés James Joyce (1882-1941), es una historia de la cultura del mundo, en solo 18 horas del 16 de junio de 1904, sobre el tablero de un microcosmos llamado Dublín. El genio desgarrado e iconoclasta de Joyce hace el resto del descalabro. Y era alumno de los jesuitas.

Y hubo y hay tiempo para la novela.

Bueno; algunas novelas hay: desde ‘Doméstico de lujo’, primera de ciclismo publicada en España (La Vuelta de 1964), primera donde aparece la oscura y violenta realidad de Eta), a ‘Dos días antes’, premio Café Gijón de novela corta (1975), con escenario de la infancia en Boiro; ‘Diálogo con las sombras’, finalista en el premio internacional Plaza y Janés y, poco después, premio Felipe Trigo, ‘El último vuelo del Principito’, ‘Memorias de un gato tonto’, con veinte ediciones desde 1993, (finalista del I Premio Edebe; Ruiz Zafón, desconocido por entonces, me quitó el primer premio, aunque en la sexta edición aparezco como ganador; pago en honores). Finalmente, por no aumentar el rimero de libros, ‘As pequenas historias de Xan da Borralla’, mi primera aportación narrativa a la literatura en gallego, corta e inédita todavía, en manos de Víctor Freixanes, que tendrá que decidir, ya en breve, si se publica o no. Me gusta anunciar realidades para el futuro, si me satisface lo escrito.

Y siempre maestro de la palabra

Que digan lo que quieran, sobre todo si es bonito. Los diccionarios son los libros que tengo rozando mi costado derecho; los manejo continuamente, creo que, poco a poco, he ido conociendo en profundidad el tesoro de la lengua; por otra parte, soy medio músico; tengo, sobre todo, un excelente oído musical. Quevedo, Valle Inclán, Cela, Cunqueiro, Umbral… Todos ellos tenían ese sentido del ritmo en la palabra. Si unimos esos dos regalos, el de la música y el conocimiento del léxico, tendremos la maestría en el uso del lenguaje. En mis palabras de agradecimiento al recibir el diploma dije que, cuando comencé a ejercer el periodismo, tuve la enorme fortuna de coincidir en el trabajo -escribíamos pies de fotos para YA- con Manolo Alcántara, el gran poeta malagueño. Los pies, más largos a veces de lo común, eran prosas poéticas. En cierto modo, dije, Manolo y yo inventamos el periodismo poético… dicho sea como metáfora. (Después, el duende de la información hablaba de ‘periodismo métrico’. No, poético)

Y acabamos ya, si le parece, ¿a qué dedica su tiempo en Boiro?

Vivo, ¿le parece poco? Tenía ganas de pararme. Le cuento lo último. Coincidió con el poema de mi hijo el científico. Una mañana de sol, en mi despacho de la Federación de Asociaciaciones de la Prensa, de la que era presidente, abro la agenda y veo que, a las doce, tengo tres importantes actos a los que debo asistir. Bajo raudo a la plaza de Callao, cruzo la Gran Vía y me siento en la terraza de la cafetería Manila. Pido un zumo y observo. Veo a la gente que pasa interrogando al cielo, hablando con nadie, gesticulando sin sentido. Me prometo a mí mismo que nunca más tendré prisa, que no iba a ser como aquellos hombres y mujeres que hablaban con alguien sin rostro… Por supuesto, no acudí a niguno de los tres actos. Es mi pacto de Manila que ahora, tras mi jubilación, disfruto en Boiro. Y leo, claro; y escribo, claro. Y vivo, claro. Mis años son mis dos bastones (77), pero sigo subiendo al campo de golf de Macenda con Begoña todas las mañanas, si el tiempo lo permite. Hoy, no, hoy toca ciclogénesis. O eso. Es de noche. Como siempre, me he levantado a las seis de la mañana. Por tanto, es de noche. Pero Nochebuena.

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