Los placeres de la vida provinciana

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NADA HAY más provinciano que la Praza Maior. El otro día la vi, reventona de provincianismo, a media tarde, aún en horario laboral y bañada en esta luz amarilla que el cambio de hora parece traer siempre antes de tiempo, como si el atardecer solo tuviera como objetivo sorprender. Los retacos fundadores, el color de tiza del Círculo, el polvo que levantan los niños al correr sobre la arenilla: todo era eso, la plaza de un pueblo, tranquila y estática, llena de funcionarios paseantes que en una ciudad estarían corriendo para llegar, o salir, de algún sitio.

Es imposible no sentirse un poquito conmovida por esa estampa conocida, esa representación de la vida simple que se pone en escena cada tarde. Conmovida y algo ahogada, como si te apretasen el cuello solo un poco, nada, el equivalente a un pañuelo demasiado ajustado. En las noches de invierno en las que coincide que cruzo la plaza mientras suena las campanas del Ayuntamiento, con esas farolas que alumbran a lo triste, eso ya es asfixia.

Cuando Manu Leguineche se compra su casa en El Tejar de la Mata, en La Alcarria, reflexiona en sus diarios sobre el temor al atocinamiento de tantos intelectuales que se fueron a vivir al campo o a ciudades pequeñas. Recuerda cómo Unamuno escribió a un amigo para pedirle que, si a los dos años de vivir en Salamanca, se enteraba de que jugaba a las cartas a diario, daba vueltas a la plaza dos horas al día y se echaba la siesta, lo diese por perdido. Sin embargo, la vida provinciana le fascinaba porque creía que «en ella es más fácil descubrir bajo una aparente calma la tragedia». Pues claro, todo está más cerca, me parece. Lo decía Pla también. Lo decía mucho mejor: «El ambiente pueblerino satisface porque es cómodo, fácil, asequible, porque todo se halla al alcance de la mano».

Es esa proximidad, lo desconocido dentro lo cotidiano, lo excepcional en lo común, lo que encanta también a una de mis amigas, que cree que el sumun del placer provinciano es tomarse un chocolate junto a la ventana de una cafetería de la Praza Maior y poder ver, entre visillos, la vida que pasa. Las ventanas ponen marco a las escenas más triviales y, de vez en cuando, a una trufa entre un millar de setas insulsas. Como te queda cerca, la localizas.

Yo tuve mi ración no hace mucho. Fue este verano, el verano de la basura, al doblar la esquina del Círculo. Un padre paseaba con sus dos hijos en una mañana ya sin colegio. El mayor iba en bici y el pequeño correteaba a lo loco con unas piernecillas minúsculas pero que parecían cumplir su función sin problema pese al tamaño. Era de esos momentos en el que los niños son felices por estar sueltos, por poder correr de aquí para allá, poder gritar, extender los brazos, darlo todo con el viento en la cara. Este estaba representando, entregado, todo el catálogo de movimientos sobre la felicidad de moverse libre mientras berreaba. El padre, ojo derecho en el de la bici ojo izquierdo en su hijo el libre, le llamaba: venga, vamos, vamos por aquí... Ni caso. Todo eran braceos compulsivos y movimientos en ese hasta que se paró ante Curros Enríquez y lo miró fijamente, cara a cara. Todos los bustos de la Praza Maior están situados a la altura estratégica de un niño que empieza a andar. Ese jardín abre solo para ellos.

Yo sé cómo es el abuelo de ese niño, aunque no lo haya visto nunca, sé que tiene barba y bigote y un semblante serio y clásico. Con las llamadas de fondo de su padre, pegó su mejilla a la de Curros y puso su mano en la otra. Fue un beso de niño escrupuloso o del que aún no sabe que los labios suelen intervenir en los besos. Mejilla con mejilla, dijo bien alto y claro: «Abuelo».

Su padre se quedó con la llamada a medias y repitió estupefacto: «¿abuelo?», como pidiéndole explicaciones, pero a su hijo ya le había vuelto a poseer el tembleque de la libertad y volvía a correr sin rumbo, todo piernas, brazos y gritos, olvidado el saludo a su presunto abuelo tallado en piedra.

No sé yo si apurando para llegar al metro, entre riadas de gente, me hubiera percatado de ese beso con el carrillo del nieto que ve en las estatuas a su abuelo. Qué lástima habérmelo perdido.

(*)Artículo publicado el sábado 1 de noviembre en la edición impresa de El Progreso.

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