Cartas desde Dinamarca

Los mil y un rostros de la baronesa Blixen

La casa museo de Karen Blixen, situada en la localidad de Rungsted, a pocos kilómetros de Copenhague, recibe multitud de visitas que buscan, de algún modo, penetrar en la intimidad de la autora, y descubrir algo. En septiembre se cumplieron 55 años de su muerte y en su tumba, que allí se encuentra, como en su hogar, hay muchos ecos y muchos rostros

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DUNGSTEDLUND, DINAMARCA. Se va como se va cuando se entra en un cuento, como para depositar allí algo que deja de ser nuestro para convertirse en otra cosa, que acaso no volvamos a recuperar nunca. Hay, al cruzar el umbral, memoria entre las flores y los árboles en el jardín inmenso. Hay África en los rincones de una casa que hoy se agita como antaño se estremecía, con los colores del sur, una moradora compleja y electrizante. África en forma de pinturas, en forma de escudos, lanzas, bastones, cuchillos, rifles. En forma de objetos no necesariamente bellos, pero sí esenciales. Hay constancia de vida perdida y, solo quizá, recuperada, tiempo ataviado de un disfraz cuyo rostro a veces nos parece reconocer y otras, las más, se nos desvanece antes de lograr asir. La muerte llena las estancias de irrealidad junto con minúsculas motas de polvo que flotan delante de nuestra mirada. Lo que se cuela por los grandes ventanales no es únicamente el sol, sino una manera de contar el mundo. Las cortinas, de fino tejido, se prolongan hasta cubrir buena parte del suelo, como si no tuvieran demasiado claro que su papel, eso para lo que nacieron, es tamizar, con delicadeza, la luz que pide paso, no caer rendidas a los pies de cada visitante. Sin embargo, se trata de La Baronesa. De la misma baronesa que se casó para ostentar ese título, que contrajo la sífilis de un marido aristócrata y adúltero por igual, que vivió en África 17 años con los que escribió su leyenda, para la literatura y para la vida, y que se consagró, a su regreso, y no sin sufrimiento, como escritora de fama internacional. Todo, no solo las cortinas, y aunque sea sin querer, cae rendido a los pies de Karen Blixen.

Volvió a esa casa desposeída de sí. Después se construyó un nombre.

La usurpación, ya allí, en África, es violenta. Divorcio del marido, ruina de la plantación, muerte del amante. Si lo que queda es volver, la que regresa es una mujer sin nombre, con rostro de máscara. Hay algo de épico y algo de mítico en la vida de la Baronesa. Hay también, encima de su escritorio, ahí donde conviven los elementos completos de un drama irresistible, un cuento que narra sus hazañas africanas y, a su lado, el relato de una reconstrucción. No se muestran en equilibrio, no se complementan, sino por el contrario, semejan historias disociadas condenadas a cohabitar un ser roto.

Lo fracturado, durante esos años, envuelve la casa en la que, de niña, divertía a familiares e invitados con juegos y narraciones. Dinamarca significa renuncia, igual que sífilis significa vergüenza. Y dolor. Sale de viaje. A respirar. A respirarse. Se retira a casa de su hermana o huye a Skagen, lugar que es un fin y un comienzo, allí donde se juntan dos mares y donde aseguran que la luz es otra, aunque no sepan decir con seguridad los lugareños, si distinta o no. Va a escribir o a escabullirse o a buscar un nombre. Lo encuentra a los 48 años, momento en que termina su primer libro de cuentos titulado ‘Siete cuentos góticos’, que, inesperadamente, resulta un éxito en Estados Unidos, llegando a ser libro del mes, y que abre perspectivas en el mercado británico y escandinavo. Isak Dinesen. Se quita la máscara que definía a nadie. Ahora ya puede hablar de África sin morir.

Se trata de la misma baronesa que contrajo la sífilis de un marido aristócrata y adúltero por igual


Cuatro años más tarde, en 1937, publica, nuevamente en Norteamérica, y, de nuevo, convertido en libro del mes, Memorias de África. Escribirse personaje del trozo de tierra al que creyó pertenecer, escribir sobre la granja y sus sirvientes y sus trabajadores y sus paisajes y su comunión con un sentido de la existencia que parecía el ideal, no le resultó ni sencillo ni tranquilizador. Encontró, en aquel continente, un poco de la magnificencia burguesa y orgullosa de la época colonial, a la que, por su origen, ella pertenecía, y un poco de genuino temblor ante un mundo que vivía en base a otros dioses. Pudo desplegar una personalidad, juguetona, altiva y cambiante, que había llegado a África enroscada en la nieve, apelmazada por el paso de unos años insípidos, por el frío danés y por una vida encorsetada en normas de clase. Paulatinamente, se fue abriendo al sol de Kenia, y lo que vio determinó un carácter de rasgos perfectamente definidos que se desdibujaron, con rabiosa resistencia, al volver a Dinamarca.

Los que estuvieron presentes, de una u otra manera, en la casa, pudieron observar cómo lo que allí pasaba era algo muy parecido a un desajuste inmenso y definitivo entre la realidad y el deseo. Aunque había escrito antes de África algún relato, el expolio emocional vino después, vino con la pérdida del amor y de la identidad, y solo después, en una Escandinavia que no acababa de entenderla, pudo comenzar a divertirse con el juego de disfraces al que ella misma se prestaba con entusiasmo. Escribir, para Karen Blixen, fue siempre un grito desesperado en medio de una charada.

A finales de los treinta, con el estallido de la II Guerra Mundial, muere su madre, y Rungstedlund pasa a ser de su propiedad. Lo que hoy brilla, gracias a la fundación que lleva su nombre y que se ocupa de gestionar la finca, en aquel entonces precisaba de alguien con la mentalidad puesta en las cuestiones prácticas. Se necesitaban reparaciones, se requería dinero. La Baronesa busca cauces de financiación a través de su escritura. El sentido artístico, la calidad estética, se interrumpe continuamente y, de manera brusca, por esa urgencia. Cuando esto ocurre, acude a las máscaras. Publica, sin embargo, y con repetido éxito estadounidense y consiguiente distinción de libro del mes, ‘Cuentos de invierno’, en un momento en que, a pesar del conflicto bélico, goza de un círculo de amistades, admiradores, curiosos y servidores, del que se siente moderadamente orgullosa, al menos en apariencia.

El juego, teñido de vida cotidiana, llega a límites que algunos calificarían de mal gusto y otros de macabra manipulación. Hay dos historias que circundan a la Baronesa y que conectan, como cables invisibles, peligrosos y sugestivos, con una vida en África que jamás volverá a tener. La primera se llama Clara Selborn, una joven profesora de Aarhus, que, movida por su deslumbramiento, cae en Rungstedlund, dispuesta a sacrificar su propia existencia en pos de un sueño o de un hechizo. Pide ser cocinera o ama de llaves o dama de compañía. Se le concede. Renuncia a un sueldo, olvida lo que fue. Karen Blixen encuentra en ella una fiel servidora carente de cualquier exigencia. Sobre ella resuenan ecos de colonos y esclavos que no conseguirán nunca aclararse del todo.

La segunda historia la protagoniza un joven poeta danés, llamado Thorkild Bjornvig, que entra en los confines del territorio Blixen, cegado por un resplandor de espejos en los que se reflejan los mil y un rostros de la Baronesa. Con él se divierte como un demiurgo engalanado de disfraces fascinantes, desde el de sabia mentora al de amante despechada. El genio creador conduciendo a un discípulo que se deja guiar, cautivado por el embrujo. Se establece un contrato entre ambos, que se quebrará para siempre, a los cuatro años, y que será descrito en el libro del poeta, El pacto, en el que explica, tras el distanciamiento, la naturaleza y el transcurso de esa relación.

En la década de los cuarenta publica ‘Vengadoras angelicales’, novela que es calificada por ella misma como mero divertimento, bajo el seudónimo de Pierre Andrézel. Fue una broma no entendida, un error de cálculo. Los cincuenta elevaron a la autora a un estado de embriaguez literaria que culminará con su nombre resonando para el Nobel, la publicación de sus Últimos cuentos y el ansiado viaje a Estados Unidos, a los 64 años, enferma y diva, interpretando delante de algún espejo, bajo algún antifaz.

Lo que dejó sin armar se fue con ella en 1962. En su lápida, ya sin máscaras posibles, al pie de una colina enmarcada en Rungstedlund, Dinamarca, no se lee otra cosa que Karen Blixen. Aquella Baronesa que buscó sin fin otras imágenes suyas para lograr reconocerse.

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