Los futbolistas bebieron

Hay gente que agradece la tranquilidad, y que todo a su alrededor esté bajo un razonable control. Así pueden poner los pies encima de la mesa o irse a la cama a las once de la noche. Tengo un amigo que el día que acudí a su casa a conocerlo en persona, después de intimar por twitter, se estaba cortando las uñas de los pies en el salón, ante la mirada admirativa de sus gatos. Es difícil imaginar un gesto de aplomo más agudo y frío. Emanaba serenidad. En el fondo, son este tipo de expresiones las que engrasan la paz en un país. Cosa distinta es que la paz nos haga bostezar. Tal vez convenga recordar que acostarse temprano y levantarse pronto, incluso beber infusiones, como avisó James Thurber, te convierte en alguien saludable, próspero y muerto. ¿Es eso lo que queremos? No, amigos míos. Nunca desconfío de algo tanto como en esas horas en las que todo parece bajo control. Acabas por hacerte una idea equivocada de la vida, y cuando quieres darte cuenta, ya eres una de esas personas que siempre llevan un pañuelo en el bolsillo, por si estornudan.

De cuando en vez es bueno perder el control de la situación. Si hay suerte sacas una lección. En mi primer año del instituto, mi tío Sergio se pasaba los domingos preguntándome «qué tal el curso, chaval». Yo siempre respondía que «todo controlado». Así una semana tras otra. «¿Qué tal latín?», «controlado». «¿Qué tal dibujo técnico?», «controlado». «¿Qué tal inglés?», «controlado». Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, y se interesó por mis notas, volví a ser tajante: «Suspendí ocho». «A última hora -comentó sarcásticamente, mientras me daba unas palmaditas-, has remontado al revés». No hay que temer a los minutos de descontrol que a menudo siguen a la calma. Casi todo lo que sucede, conviene, aunque cause zozobra.

Esos días azules que tu equipo gana por tres o cuatro goles de diferencia y te abandonas a la cerveza en el sofá, pensando que la vida es maravillosa, nunca está de más que de pronto todo se tuerza. Pocas heroicidades más bellas que la de la remontada. Encarna una felicidad inesperada que va bien para el cuero cabelludo. En los años cuarenta, Estudiantes y Platense disputaron un partido de fútbol relativamente épico. En la primera parte, el equipo visitante bordó el fútbol a mano, con sutileza, casi orfebrería, sin renunciar a las arremetidas del electroshock. Al final de la primera parte, se retiraron al vestuario con un 0-3 a su favor. En las gradas cundió el desánimo, y los espectadores se fueron a casa, a cortarse las uñas de los pies, como si reinase la paz en el mundo.

Entretanto, en el vestuario, uno de los preparadores de Platense, que siempre daba a beber a los jugadores un mate cocido, de la marca argentina Salus, se quedó sin género y tuvo que improvisar un combinado con una marca brasileña, comprada a última hora. Los futbolistas bebieron sin rechistar y regresaron al campo dispuestos a ampliar la ventaja. Pero a los cinco minutos, el equipo empezó a sentir pinchazos en la barriga, y enseguida descomposición. Correr era una temeridad. Fue inevitable que Estudiantes remontase y ganase 7-3. Después del partido, Platense aún tardó cinco horas en salir del estadio, y otras tantas en recorrer los 60 kilómetros entre La Plata y Buenos Aires. El autobús realizó media docena de paradas.

Nada está jamás lo bastante controlado. Cuando se presenta el minuto fatídico, todas las verdades se tambalean. Las más sólidas se rompen primero, y lentamente se resquebrajan las demás; en último lugar caen las mentiras, que de repente se vuelven la única esperanza. Me ocurrió a mí hace algunos meses. Había escrito un libro, me encontraba en plena promoción, y me creía que lo sabía todo. No soporto a esa gente que lo sabe todo, y nada más. Un día me llamaron de una radio para entrevistarme. Repasé las cosas que habían dicho otros de mi novela, y hacerme una idea ajena de qué iba, y me presenté en la emisora. Rebosaba confianza, como esa gente que tiene el secreto para hacer huevos fritos. La periodista leyó una entradilla que casi me cura la resaca y me ayuda a olvidar que había salido de casa sin hacer la cama. Cuando me cedió la palabra, puntualicé que en la introducción me había atribuido la autoría de un libro que no había escrito. Estaba casi seguro, añadí para parecer gracioso. «Me gusta llevar la cuenta de los cuatro, o cinco, o seis libros que he escrito». Acabada la entrevista, sin embargo, empecé a ponerme nervioso. Me entraron las dudas, se alejó la resaca, presentí una luz. En cuando salí a la calle llamé a casa. Se puso mi padre, y le pregunté si le sonaba que yo hubiese escrito aquel libro. Me confirmó que sí.

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