Llamadas telefónicas

CUALQUIERA COMETE un error estúpido, que no parece grave, y que le conduce a la ruina en poco tiempo. Mi amigo Ernesto es funcionario, y el lunes llamó por teléfono a un compañero de trabajo que se sienta a solo tres despachos de distancia del suyo. Podría haberse levantado, y ya de paso salir a tomar un café, hacer unas compras, regresar a última hora, pero eligió la llamada. Las distancias cortas son a veces las más largas de recorrer. No estás libre de una emboscada. En los años del bachillerato, recuerdo que me levantaba a las siete menos cuarto de la mañana, pasaba una hora en un autobús inmundo, en el que al menos se podía fumar. A continuación aún debía caminar 20 minutos hasta el instituto, y cuando al fin llegaba, en lugar de subir a clase de inglés o literatura, como me gustaría, me quedaba a jugar una partida de cartas en el bar de enfrente. Ese último paso hacia el aula se me hacía larguísimo. Estaba lleno de trampas.

Hay una forma de fugacidad que no se acaba nunca. Eso es lo que sintió Ernesto solo de pensar en caminar hasta el despacho de al lado, así que abrevió esos pasos todavía más, descolgando el teléfono. Y eso que no tenía nada que decirse con su compañero. Ni siquiera «hola». En media mañana ya se lo habían dicho tres veces, y todas por teléfono. Pero qué importa que no haya absolutamente nada que decirse. Aun en ese caso, siempre habrá algo. Para eso se ha inventado el verbo «hablar», para decirse cosas que ni siquiera existen. Se lo has visto hacer a tu madre un millón de veces contigo.

En fin, Ernesto marcó el teléfono de su compañero, y mientras este descolgaba casi a cámara lenta, en silencio, mi amigo le preguntó con una extraña prisa en el cuerpo: «¿Ya ha llegado el mierdecillas de tu jefe?». Hubo un silencio antiguo, que duró varios siglos, aunque breves, y entonces una voz surgió del frío con esa lentitud con que los ancianos se levantan del sofá: «Sí, hace un cuarto de hora que ya estoy en el despacho». Ernesto colgó precipitadamente, con la esperanza de salvar el anonimato. Era tarde.

Parecía un error estúpido, pero resulta fácil imaginar cómo transcurrió la semana para Ernesto. Su cabeza se volvió un funeral. Para animarlo, le recordé que hay jefes que olvidan enseguida este tipo de afrentas. En cierto modo, le agradan, pues sirven para recordarles que su poder es una llama que arde noche y día. Como no me pareció que con esto se animase, le hablé del caso de Romanones, varias veces ministro con Alfonso XIII. Josep Pla cuenta en ‘Madrid. El advenimiento de la República’, cómo en agosto de 1931, el político monárquico les refería a los periodistas, en los pasillos del Congreso, una sencilla y simpatiquísima anécdota. Hacía unos pocos días, el exministro iba hacia Guadalajara acompañado por su secretario, un tal Brocas. Viajaban en coche. «En un momento dado -escribe Pla-, se les acaba la gasolina y tienen que detenerse en un despoblado. Avería de pobre». Pero tienen la suerte de los poderosos, y no lejos del coche descubren a un chaval que «apacenta unas cabras». Lo llaman y le preguntan si estaría dispuesto a ir, cobrando lo que fuera, al pueblo más cercano, a por unos bidones de gasolina. El chaval lo siente mucho, pero no puede. Las cabras no son de fiar y podrían escaparse. Les sugiere, sin embargo, la posibilidad de llamar a un labrador que trabaja en el otro extremo del campo. Brocas le dice que lo llame.

-¡Romanones! -grita el chaval-.

-¿Y por qué le llamáis Romanones al labrador? -pregunta Brocas-.

-¿Que por qué le llamamos Romanones? -dice el chaval-. Pues porque es un hijo de puta.

Romanones, según Pla, reía sin parar mientras contaba la anécdota. Quién te asegura a ti, le pregunté a Ernesto, que el jefe al que le llamaste mierdecillas a la cara, pero por error, no se está descojonando también del incidente. Presentí al fin un amago de sonrisa en mi amigo. Rápidamente maniobré para borrárselo en seco. «Espero que esta lección te sirva para dejar de llamar a la gente por teléfono y contarle nada más que gilipolleces. Entre esa gente inclúyeme a mí, por favor», le rogué. Me gusta pensar que el teléfono se inventó para trasladar de un lado a otro frases que pesan poco, de no más de cinco o seis palabras, como «la comida se enfría», «te veo en el bar» o «papá ha muerto». No se llama a nadie, y se le distrae de su trabajo, incluso de su descanso, para decir chorradas parecidas a «hola, qué haces, yo nada». Ricardo Piglia, cuando sale en la conversación el tema del teléfono, siempre evoca el día que instalaron uno en su casa por primera vez. «Mi padre nos reunió y nos dijo: «A los amigos se les visita en su casa, no se les llama», como si previera que iba a suponer modificaciones en las relaciones».

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