Lío entre banderas rojigualdas

CUANDO LA SOLUCIÓN de un conflicto no se afronta con decisión, diálogo entre las partes y voluntad de llegar a un acuerdo, el problema podrá adormecerse durante más o menos tiempo, pero volverá a resurgir con toda su fuerza. Durante los tres últimos siglos, las relaciones entre Cataluña y el resto del Estado español pasaron por épocas más o menos conflictivas. Pero en el momento cumbre de la elaboración de la Carta Magna de 1978, los padres de la Constitución no concretaron unas inequívocas reglas del juego en la configuración territorial del Estado, y ahora se ven las consecuencias.

El problema no es solamente, que también, el famoso café para todos, sino la calidad del café y, sobre todo, la destreza de los camareros que habrían de servirlo durante estas últimas tres décadas y media. El problema empieza ya en la misma redacción del texto constitucional con una patada en los dientes al diccionario: el término nacionalidad (referido a un territorio), para no decir nación, introducido en el artículo 2 de la Carta Magna por Miquel Roca Junyent.

Pero, disquisiciones semánticas aparte, una de la raíces de la confrontación política actual en la cuestión catalana hay que buscarla en la falta de acotamiento de las competencias del Estado central (que no necesariamente centralista) y las comunidades autónomas. Dejar al albur de los resultados electorales -tanto en los comicios generales como autonómicos- la transferencia de esas competencias trae las consecuencias que ahora saltan a la vista, entre las cuales la duplicidad de funciones entre distintas administraciones no es la menor.

Con José María Aznar (1996-2004), el presidente que hablaba catalán en la intimidad -no consta que lo siga haciendo-, Cataluña logró la transferencia del tráfico a los Mossos d’Esquadra, con lo que ello supone de consolidación simbólica del espacio nacional catalán. La promesa de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2012) de apoyar en Madrid el Estatut que saliese del Parlament derivó -tras admitir en parte el Tribunal Constitucional el recurso presentado por el PP y anular varios de los artículos de la ley de leyes catalana-, al no ser mantenido ese compromiso por las instituciones del Estado, en la enésima reedición del choque de trenes entre Madrid (España) y Cataluña.

Estos problemas relativos a la reforma del Estatut desembocan en una convocatoria anticipada de elecciones en Cataluña en 2006. Aunque CiU gana en número de escaños, PSC, ERC e ICV logran reeditar el tripartito de 2003, aunque ahora no lo presidirá Pasqual Maragall, sino José Montilla, el primer presidente de la Generalitat no nacido en Cataluña.

El 22 de noviembre de 2010, CiU, que había gobernado Cataluña desde la Transición durante cinco lustros con Jordi Pujol al frente, triunfa una vez más en las elecciones autonómicas y Artur Mas pasa a presidir la Generalitat. El rechazo del Gobierno de Rajoy al pacto fiscal -la principal promesa electoral del president, que intentaba buscar el fin del déficit de Cataluña con un sistema similar al concierto vasco- lleva al fracaso en apenas dos años al Gobierno catalán.

En 2012, Mas lanza un órdago. Ante el malestar social por los recortes y el creciente independentismo -reflejados ambos el 11 de septiembre de ese año en la mayor manifestación de la historia de Cataluña-, el president convoca elecciones confiado en que CiU obtenga mayoría absoluta. El tiro le sale por la culata. Mas gana las elecciones pero pierde 12 escaños. A pesar de todo, se mantiene en el poder gracias a un acuerdo de gobernabilidad con ERC, en el que se prevé la convocatoria del referéndum soberanista para 2014 -anunciado ahora para el 9 de noviembre-, en el que se celebra el tricentenario de la capitulación, el 11 de septiembre de 1714, de Barcelona en la Guerra de Sucesión Española entre los partidarios del borbón Felipe V y el archiduque Carlos de Austria.

En el subconsciente colectivo catalán, 1714 figura como la derrota de Cataluña contra España. Los historiadores coinciden en que Cataluña no ganó ni perdió esta guerra. Entonces y después, los catalanes ganaron o perdieron guerras estando en un bando o en otro. La de 1714 no forma parte de una guerra de secesión o de independencia. Es la Guerra de Sucesión Española, en la que Cataluña perdió instituciones como el Consell del Cent, el autogobiermo municipal de Barcelona desde el siglo XIII.

A pesar de la difícil situación interna, Cataluña logra a lo largo del siglo XVIII una importante recuperación económica gracias a su crecimiento demográfico, el aumento considerable de la producción agrícola y la reactivación del comercio con el resto de la Península y, especialmente, con América, gracias a la liberalización impulsada por el borbón Carlos III.

A lo largo del siglo XIX, Cataluña fue uno de los territorios más dinámicos económicamente. La industrialización, con el sector textil como principal referente, trajo consigo la consiguiente proletarización.

La lucha de la clase obrera tuvo su punto más álgido a principios del siglo XX con la Semana Trágica de Barcelona (1909). Tras la Guerra Civil, en los años sesenta y principios de los setenta, Cataluña viviría otra época de bonanza económica. Fueron los años del desarrollismo franquista y de la inmigración de ciudadanos del resto del Estado que se instalarían en el llamado cinturón rojo de Barcelona.

Estas pinceladas históricas y económicas pueden dar una idea de la peculiaridad de Cataluña y ayudar a entender los anhelos de los catalanes. Pero lo verdaderamente nuevo de la situación actual poco tiene que ver con lo que catalanes y no catalanes (incluidos los talibanes de uno y otro lado) tienen claro, aunque a algunos les cueste reconocerlo: la especificidad social, cultural -en la que la lengua propia es esencial- y política de Cataluña. Lo realmente nuevo a día de hoy es la voluntad cada vez más mayoritaria -para muestra, la gigantesca cadena humana que cruzó Cataluña de norte a sur el pasado 11 de septiembre- de los catalanes de lograr la independencia.

La petición de firmas contra la reforma del Estatut, la anulación de muchos de sus artículos -algunos de los cuales, por cierto, siguen vigentes en los estatutos de la Comunidad Valenciana o Andalucía- o la campaña de boicot a los productos catalanes, como el cava, no contribuyen precisamente al acercamiento entre los catalanes y el resto de ciudadanos del Estado. Lo mismo que la abulia de las instituciones catalanas a la hora de aplicar los fallos de los tribunales, sobre todo en lo que se refiere a las sentencias que ponen en cuestión los planes de inmersión lingüística de la Generalitat.

En las últimas tres décadas y media los políticos nacionalistas (catalanistas y españolistas), enfundados en sus respectivas banderas rojigualdas, han hecho de la confrontación un caladero de votos. Así no se va a minguna parte. Los grandes problemas del Estado, como la cuestión catalana, necesitan para su solución de grandes estadistas, o al menos de estadistas con sentido común. ¿Hay alguno en España? ¿Y en Cataluña?

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