Levántate, que son horas

CADA VEZ QUE me siento a escribir mi currículo me domina la angustia y tengo que dejarlo. Si hace falta, muevo el sofá de sitio y barro, para sosegarme. Es ameno. Hace unas semanas encontré una gominola, le soplé la pelusilla y me la comí. Fue la felicidad del día, en miniatura. Cualquier tarea me resulta más entretenida que redactar mi currículo. Nunca sé bien qué poner. Me imagino como un jefe de recursos humanos, con despacho en la penúltima planta, y creo que agradecería leer un currículo que, entre la relación de títulos y méritos, incluyese una breve referencia a que el titular es maniático, se limpia los zapatos contra la pernera del pantalón o a que durante un viaje de trabajo tuvo una aventura con la recepcionista del hotel.

Siento que es terrible decir algo a mi favor durante dos folios. En casos así tengo presente a Tomasso, un personaje secundario de ‘La noche’, de Antonioni. Estamos en Milán, a comienzos de los años sesenta, y Tomasso es un escritor a punto de morir. Tumbado en una cama de hospital, y acompañado por su amigo el escritor de éxito Giovanni Pontano (Marcelo Mastroianni) y su esposa Lidia (Jeanne Moreau), Tomasso lanza una hermosa diatriba contra sí mismo. Cuando finaliza, añade: «Va bien insultarse de cuando en vez. Sirve para poner las cosas en su sitio, para animarse». Hace cuatro años, me encontré con un editor en Madrid. Después de intercambiar saludos, pasé a hablarle de mi novela ‘A pregunta perfecta’, que yo mismo acababa de traducir al castellano, aunque no sin cierta desgana, como si me lo hubiese ordenado mi madre, como complemento a hacer la cama. «He oído hablar de ella; precisamente, a un amigo común», dijo para mi regocijo. Cuando me reclamó más detalles, sin embargo, en lugar de defender con vehemencia el libro, no sé por qué razón arrugué la frente y comenté algunas de las flaquezas que le encontraba. Después de eso nos despedimos y nunca más volvimos a vernos ni a hablar.

No niego la utilidad de un currículo. Solo digo que los aborrezco. Me hacen pensar en que son las dos de la tarde y alguien entra en mi habitación y me dice «levántate, que son horas», pero todo me da vueltas, y temo que si me levanto pueda morir. Admiro a la gente que escribe currículos todo el tiempo, y los envía sin descanso aquí y allí. Yo prefiero escribir una novela de un tirón, sin levantarme a comer ni a abrir la puerta cuando llaman, aunque sean mis abuelos. Acabo antes. Y es más sencillo. Todo sería más llevadero si en tu currículo pudieses contar que duermes mal por las noches, que lees a Chateaubriand en el baño o que no acostumbras a durar más de dos años en ningún trabajo. En uno, de hecho, duraste dos días.

Cuando imagino mi carrera profesional ocupa menos de medio folio. Aún así, medio folio me parece mucho. Ahí cabe una novela, si está bien escrita y ordenada. Mi teoría es que tú currículo, extenso o parco, nunca revela quién eres. Podrías rellenar cien páginas y no decir nada relevante de ti. Eres alguien distinto cada día. Todas las vidas incluyen una curva cerrada en la que los individuos pasamos a ser ‘otros’. Ahí está el caso de Anthony Comstock, que aborrecía el sexo y fue el mayor censurador de pornografía de Estados Unidos. Sin embargo, en sus diarios confesaba que durante la adolescencia se había masturbado «de forma tan compulsiva» que sintió que «tanta paja podía conducirme al suicidio».

Mi idea de currículo perfecto, capaz de acercarse en silencio y lentamente a la persona que soy, es esa breve frase que pronuncia Rick en ‘Casablanca’, cuando el mayor Strasser le pregunta cuál es su nacionalidad, y él responde: «Soy borracho». A veces dos palabras bastan para explicar quién eres y por qué te mereces el puesto de trabajo: porque dices la verdad sin rodeos. Ciertamente existen otras vías para aproximarse a ella. Una de mis preferidas es mintiendo bien. Recuerdo que El Correo Gallego editó durante varios años seguidos un libro que pretendía ser una enciclopedia de las mujeres y hombres vivos más importantes de Galicia. El trabajo era tan exhaustivo que había sitio para los auxiliares administrativos. La mecánica era simple. Te llamaba uno de los coordinadores de la obra, te pedía una reseña biográfica, y tal como se la enviabas, la publicaban. Fue así como un veterano periodista de Lugo, con el que compartí algunas fechorías en Santiago, apareció en aquel libro como autor a la vez de ‘El Quijote’ y ‘Cien años de soledad’. Ni siquiera tu autobiografía, como se ve, refleja quién eres. Menos aún tu currículo. Así que lo dejas en blanco, te levantas y barres debajo de la cama, a ver si encuentras una galleta.

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