Las ventajas de salir fuera

LAS BECAS PARA salir fuera son, en su mayoría, minúsculas. Cutres, en fin. Un compañero de estudios que ahora se gana la vida muy bien cuenta como, al llegar a Praga como becario, empezó admirando las largas piernas de las chicas y acabó admirando las chuletas de la carnicería con la nariz pegada al cristal. Para reforzar su relato recuerda el frío que pasaba en sus paseos de escaparates, que no le impedía ir día tras día porque, literalmente, no podía dejar de pensar en filetes. Guardaba bajo la cama una botella de aceite de oliva que se había llevado en la maleta por si un día su suerte cambiaba y la chuleta salía del escaparate para entrar en su cocina. Cuando le preguntabas a qué dedicaba el tiempo libre de sus estudios además de encharcarse la boca admirando cortes bovinos siempre contestaba lacónicamente: «Sentarme en un banco del parque». Y siempre añadía «si no hacía demasiado frío».

Daba un poco de pena, cierto. Pero aprendió los rudimentos de un idioma, se echó una espectacular novia checa con la que sentarse en el parque y, como pasaba por allí, entrevistó durante casi dos horas a Felipe González sin haber acabado la carrera ni nada que se le pareciese. Todavía habla con cariño de las carnicerías checas.

Salir fuera, casi a donde sea y aunque sea brevemente, es bastante bueno. Da una pátina de espabile que viene bien en la vida y el mundo que se logre ver, nunca está de más.

Sospecho que el Gobierno está racaneando esa posibilidad a muchos. Es más, creo que tiene un plan de contención de la salida de jóvenes al extranjero. Es evidente. Si no fuera así no se explica lo de las Erasmus ni esa elección de palabras de Fátima Báñez, ministra que yo no comprendo, para designar lo que toda la vida de Dios se ha llamado emigrar: movilidad exterior. Dicho así suena como a caprichillo, como a fin de semana desmelenado en un festival electrónico en un país de habla inglesa (si lo piensas, Ibiza también vale), una cosa que vas, haces y vuelves a casa dormitando en el Ryanair pese al empeño de los azafatos de venderte rascaganas a gritos. Y no, no. Esa movilidad exterior es otra cosa, Fátima Báñez. Tiene más relación con rascar parrillas de MacDonald’s, la verdad.

La emigración tiene algo que iguala a todos los que la ejercen, homogeneiza a sus protagonistas al menos en sus primeros momentos hasta el punto de que todas sus historias se parecen, por diferentes que sean sus puntos de partida. En estos relatos de los que salen del país sin intención de volver, a la desesperada, a practicar eso que se da en llamar con pleno sentido buscarse la vida hay tantas cosas en común que asustan. Llegar a un sitio agotado y sin entender cómo funciona nada, pedir ayuda al menos desconocido de todos los desconocidos, que suele ser un compatriota, preguntar cómo se hacen hasta las cosas más simples y buscar sin descanso todo lo que no se puede postergar: un trabajo, una casa, la comida del día. El confort es un gran enemigo del aprendizaje y de la superación. Ellos no tienen que luchar contra ese elemento, no hay pereza que dejar atrás, no se puede procrastinar. Solo se puede ir hacia delante por despacio que se haga.

Tengo una amiga chilena cuyo abuelo fue el primer chino que abrió un negocio en Santiago. Durante toda su infancia y juventud, todo el tiempo que su abuelo vivió, lo vio día tras día recibir a chinos de los pueblos más remotos para trabajar en un restaurante o en una tienda. Era la referencia de todos los que llegaban al país porque nadie como él conocía a esas alturas los intríngulis del lugar para un recién llegado desde la otra esquina del mundo.

Ella cuenta cómo acompañó a su abuelo a recibir a decenas de ellos al aeropuerto y cómo en el trayecto hasta la ciudad debían parar cuatro o cinco veces a que los viajeros se recuperasen del mareo. Para la mayoría era su segundo viaje en coche, el primero había sido para ir de su pueblo al aeropuerto chino. Todos eran campesinos que contaban historias tremendas sobre los trasbordos que debieron hacer, en los que absolutos desconocidos tuvieron que agarrarles del codo y guiarles por todo el aeropuerto en el que les tocó cambiar de avión: los analfabetos son incapaces de distinguir letra o número alguno, aunque figuren bien grande en la puerta de embarque a la que han de dirigirse.

Cuando las circunstancias me superan, siempre pienso en ellos. En los que cruzaron dos continentes sin saber hablar más que el dialecto de su aldea, sin conocer medio de transporte que no fuera un carro o una bicicleta, y que cuando ya tenían su propio negocio seguían pidiendo al abuelo de mi amiga que escribiera las cartas a su familia porque ellos solo habían aprendido a escribir y leer en español, jamás en chino.

Pienso en ellos y en todo lo que aprendieron cuando salieron fuera.

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