La vida que pasa, sin editar

HACE NO MUCHO, superado por nuestra rebeldía extensiva, el redactor jefe de este periódico colgó en puntos estratégicos de la redacción (una columna que está en el medio y la sala de la máquina del café, se entiende) la esquela del ladillo. El ladillo, ese elemento tipográfico propio de la prensa escrita que sirve para separar párrafos y temas con una sola palabra o frase corta, había muerto y yo (y alguien más, compañera de asesinato ladillístico) había contribuido a acabar con él. Fue un asesinato colectivo, perpetrado en decenas de redacciones del país, por entusiastas del texto sin cortar.

No estaba del todo muerto, pero sí en creciente desuso y el redactor jefe plantificó esos carteles con la esperanza de que entráramos en razón y tuviéramos a bien seguir las reglas básicas de la maquetación periodística que llevan funcionando más de un siglo por algo. La principal, y que a mí me gustaría saltarme a la torera sin parar, es la de que no toda la página puede ser texto y que los despieces, apoyos, sumarios y demás ayudan a ordenarlo y a categorizarlo. Es una forma de saber rápidamente qué es lo importante y qué lo secundario. En los textos largos, el ladillo ayuda a marcar una pausa antes de cambiar de tema. Cierto. Pero como tengo una tendencia natural a las historias que van progresando sin descanso, en las que una cosa lleva a la otra, lo uso a regañadientes. Yo sería feliz escribiendo tochos con solo puntos y aparte como descanso, de la misma manera en la que lo soy leyéndolos. Para dolor de mi redactor jefe y de los maquetistas a los que les sangran los ojos viendo algunas de las páginas que perpetro.

Cuento todo esto para que entiendan la profunda impresión que me causó enterarme (tardísimo) de lo que estaba pasando en la televisión noruega, donde emiten programas de duración dickensiana sin cortar. La vida que pasa, sin más.

El primero fue el recorrido de siete horas del trayecto de un tren por el sur del país. Tres cámaras y un micro mostraban eso que hace que los viajes en tren sean tan hipnóticos: el paisaje dividido en fotogramas y enmarcado por la ventanilla, la oscuridad del túnel con un punto de luz al fondo como una esperanza mínima, los anuncios por megafonía... Y qué paisaje, praderas nevadas y lagos de cristal, naturaleza perfecta que imagino que a un noruego le parecerá de lo más vulgar. En un país de cinco millones de personas, tres vieron el programa. El éxito de audiencia fue tan rotundo que los creadores pensaron que debían arriesgarse más y el siguiente duró 135 horas y ya se hizo en directo: un crucero por los fiordos con medio país saludando desde la orilla.

Desde entonces, los temas se han ido haciendo más recogidos y ambiciosos: doce horas de fuego crepitando en la hoguera (eso y nada más que eso, madera ardiendo), ocho horas de gente calcetando (en Estados Unidos encontraron el fenómeno tan fascinante que repitieron en bucle la imagen de dos mujeres tejiendo con otra al fondo bostezando, como una pastoral del aburrimiento, para extrañarse por el éxito de un programa en el que, como dijeron, «incluso los que salen en él se duermen») y últimamente la actividad en dos pajareras, con las idas y venidas de sus ocupantes para alimentar a sus polluelos y el momento estelar de una ardilla robándoles cereales, tan trepidante en ese remanso de tranquilidad que parecía que la hubieran contratado como extra.

Doce horas no, pero dos o tres de troncos consumiéndose sí que me trago perfectamente. Me resulta imposible sustraerme del embrujo del fuego y sé positivamente que si viviera en una casa con chimenea no habría hecho nada en esta vida, salvo quizás en verano, incapaz de apartar la vista de las llamas.

Sus creadores explican parte del éxito de estos programas porque, verdaderamente, no se sabe qué va a pasar, es la vida real sin editar, tal y como sucede, con todo lo que sucede. No lo tengo claro porque, seamos francos, el rango de cosas que puede ocurrir en una chimenea encendida es mínimo, a no ser que la alfombra esté demasiado cerca.

Yo creo que es la vida pausada lo que nos fascina en medio del frenetismo de gritos y giros de efecto de la televisión convencional. De la misma forma en la que disfrutamos de una terraza contemplando la gente pasar o de una película iraní en la que el director enciende la cámara, se toma varios cafés, la apaga y manda la grabación a Cannes para que el jurado la considere un arriesgado ejercicio de contención o una metáfora del país. Lo verdaderamente subyugante es la posibilidad que te da de pasmar un rato, sumirte en tus propias cavilaciones y volver al programa sin haberte perdido nada, con el madero aún churruscándose, el pájaro todavía piando, el sol todavía poniéndose en el fiordo. La vida misma que permanece igual durante mucho tiempo para cambiar, radicalmente, en solo un segundo.

(Publicado en la edición impresa el 27 de diciembre de 2014)

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