La película de tu vida

COMO TODAS las cosas que hacemos sin darnos cuenta, lo que durante toda la infancia y juventud se llama crecer y llegado a un punto de la vida adulta consideramos ya envejecer es algo fascinante si se mira de cerca. Gracias a las fotos, mantenemos frescas nuestras imágenes de niños, sabemos cómo éramos, cómo vestíamos, las piernas rollizas de cuando aún no caminábamos, las cubiertas de moratones de las primeras bicis, los pantalones nevados y, más arriba, las espantosas hombreras de quaterback de fútbol americano que estaban de moda y ahora nos avergüenzan tanto que hasta sentimos ternura por la adolescente que fuimos. Pobrecita, qué pintas.

Sin soporte físico más que nosotros mismos, también tenemos el poso de nuestras preocupaciones y aficiones, de amores y amistades, de las ambiciones que no se materializaron porque no pudimos o porque no quisimos, porque no se quedaron en nosotros el tiempo suficiente como para acabar haciendo algo con ellas. De las inquietudes que nos ocuparon con intensidad -la pesadilla que nos visitaba cada noche, la angustia porque nos pasase algo si la luz se apagaba, la firme creencia de que había vida bajo nuestra cama o en el armario- es imposible olvidarse. Y, sin embargo, hay tantos anhelos locos, algo que quisimos con devoción -unos zapatos de flamenca para ir a clase, acariciar para siempre un perro claramente pulgoso, leer en bucle el mismo cuento de cuatro frases-, tantas otras preocupaciones que nos robaron el sueño como si fueran trascendentales, o mejor dicho, siendo verdaderamente trascendentales en lo que una vida al final cuentan solo como segundos -la llegada extraterrestre, cambiar de aula y de profesora, tener que relacionarse con gente nueva aquí y allí, hablar frente a toda la clase, exámenes sin preparar- que al final se han disuelto en el olvido.

‘Boyhood’ es una película que logra un milagro cotidiano: poner la vida de un chico en imágenes, ver a alguien crecer durante doce años, con hechos fundamentales que recordará siempre y otros de los que no quedará ni rastro en su memoria pero que también hacen a una persona, de esos que son como los frutos secos en casi todas las galletas industriales: contienen trazas. Solo los alérgicos, los sensibles a esos elementos, acaban percibiéndolos.

Se empezó a rodar en 2002 cuando el niño protagonista tiene seis años y se siguió rodando durante unos días cada año hasta 2013, siempre con los mismos actores. Ves al niño (y a su hermana) crecer, cambiar de peinado, afear y aguapar, ser poseído por la nueva voz del adolescente que te da impresión y, al mismo tiempo, toda la tristeza del mundo, condensada al observar a alguien que abandona definitivamente la infancia. Y a los adultos, pues eso, los ves envejecer. A su madre, protagonizada por Patricia Arquette, pasar por ese fenómeno tan exótico entre las actrices de Hollywood y tan común entre todas las demás mujeres que es variar de peso y de peinado, como probando combinaciones de redondeces y largos a ver cuál queda mejor. Al padre, Ethan Hawke plantarse un erróneo bigote y encanecer ligeramente.

Y, acompañando esos físicos modificados, la vida entera. Todo el catálogo de preocupaciones vitales, de las inocentes pero profundas de la infancia -a dónde van los animales cuando se mueren y por qué hay que mudarse- a las adultas -amor y sexo, cómo los mayores no son infalibles, sino que se equivocan y mucho-. Los padres también tienen lo suyo y las imágenes nos acercan, en tres horas de metraje que son una vida y al mismo tiempo un suspiro, a varias familias a las que Tolstoi hubiera encontrado interés.

Hay muchas películas, todas las que interesan, que muestran el discurrir de la vida. Pero esta lo enseña casi como nosotros recordamos la nuestra y, desde luego, la de nuestros seres cercanos. Y, después de verla, es fácil repasar el propio fichero audiovisual y proyectar en nuestra cabeza la charla con tu madre cuando al preguntarle la edad te contestó: 30 años y pensaste, Dios es una anciana, cuando la profesora os amenazó a tu amiga y a ti con terribles castigos si no confesabáis que habíais sido vosotras las alborotadoras de la clase y las dos apretásteis los labios con lealtad militar, cuando hace unos meses, en una boda, rodeada por decenas de familiares emperifollados le recordaste a tu primo que le conocías cuando aún era bizco y tenía que llevar parche en el ojo vago. La película de tu vida, en fin. Con todas sus pequeñeces.

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