La palabra, el libro y el humor

ES LA PALABRA, la tradición oral, los libros en los estantes de casa que se transmiten y heredan, el debate y la discusión en la familia y con los maestros, que incluyen cierta irreverencia, y el humor que representa la capacidad de reírse de uno mismo. Ahí, no solo encontraríamos la sabiduría, como si optásemos por siguir el itinerario que por Job y el Eclesiastés, por Platón y Homero, por Cervantes y Shakespeare, por Montaigne... marca Harold Bloom; ahí, en la tradición oral, los libros y la discusión, sitúa Amos Oz y Fania Oz-Salberger la identidad y la historia de los judíos como pueblo, que «forman una peculiar continuidad que no es ni étnica ni política» («Los judíos y las palabras». Siruela. 2014). Es un delicioso libro, un rico y entretenido ensayo que atrae desde el princpio, polémico sin duda para todas las ortodoxias. Es un atractivo, enriquecedor y pacífico argumento frente a verdades arqueológicas e ideologías biológicas.

La polémica vendrá por el aparcamiento de las señas clásicas de identidad. La continuidad biológica o genética, mitificadas hasta el extremo en el caso judío, no es imaginable a lo largo de la historia: son muchos los itinerarios seguidos por el mundo, las dispersiones y las invasiones habidas y obligadas. Es, en la tesis de este libro, la voluntad de serlo:la identificación o pertenencia a esa milenaria tradición oral y escrita la que hace a uno judío.Y no la genética ni ninguna forma de nariz.

Es para Amos Oz y su hija la vía de la palabra, de la alfabetización «desde el destete», la forma original, brillante y documentada, con la inteligencia y el humor, de afirmar la «nación judía». No por ser nacionalistas, sino por dar respuesta a ideólogos modernos que ahora niegan lo que antes construyeron con iguales materiales, reales o imaginarios. Amos y Fania Oz afirman un linaje de alfabetización, una identidad ni genética ni política, que vincula generación tras generación. La familia judía se identifó con el mandamiento bíblico: «nárrale a tu hijo». La trasmisión de la sabiduría oral y su transformación en códice escrito, la escolarización desde «el instante del destete», la controversia en la familia y con el maestro. Spinoza acabó siendo expulsado de la comunidad judía de Ámsterdam e incluso de su propia familia. Lo noveló Irvin D. Yalon con la intriga añadida de incluir a un ideólogo nazi en la novela. Son los ribetes de irreverencia en los mejores momentos, cuando correspondería la reverencia: aquellos dos rabinos que discuten y cuando se oye la voz de Dios, que le da la razóna uno, este manda callar a Yavé: no discutía contigo; que incluye o explica el particular humor que podemos encontrar hasta hoy en las películas de Woody Allen. Todo ello forma el hilo que marca la identidad en el tiempo. Se puede sostener así que «la continuidad judía estuvo siempre pavimentada con palabras».

No olvidemos aquí el surayado de que «la riqueza de la diversidad cultura no va en contra de principios unificadores». Hubo y hay diversidad cultural en ese pueblo, sin que esta obstaculizase el principio unificador que simbolizamos en la invidiable recuperación del hebreo como lengua viva.

Tampoco la identidad judía está, para los autores, impulsada por la fe. No son religiosos. Se confiesan no creyentes. La religión no puede ser la seña de identidad de un pueblo: se puede ser judío no religioso, agnóstico, ateo o creyente. La identidad, con todo el peso de la religión en la historia de Israel, no puede ser la religión. La argamasa que une las piezas de un Estado democrático no es la religión. Vale, debería, tanto para Israel y Palestina como para cualquier Estado, invoquen sus ciudadanos a Yavé, Alá, Jesús o a nadie.

Si volvemos hacia aquí, hacia nosotros, como argumento identitario, podría trabajarse ese «somos la palabra». Buscar el hilo histórico. La palabra, al menos, la tenemos ¿Hay línea en la historia? La lengua y toda la creación que, sin ser pretenciosos ni artificiosos, en ella se produjo y se nos transmitió nuestra identidad real. Para ver la riqueza de la diversidad, que no se opone a unificar, tomemos la música como una referencia no problemática. Uno puede reivindicar como propios el jazz, el alalá, Mozart, Paco de Lucía o Milladoiro. Uno podrá testimoniar como parte de sí mismo la emoción, por igual, en la Acrópolis de Atenas, en el monte del templo en Jerusalén, en la noche de A Quintana, con Lorca en la memoria, o con estrellas en el Obradoiro, y Gerardo Diego.

Volvamos al libro que nos provoca estos recorridos. Amos Oz es conocido y reconocido como escritor en el mundo, de éxito también en español: recibió aquí el Príncipe de Asturias. Su hija es historiadora, profesora en la facultad de Derecho de la Universidad de Haifa, es también escritora. Ambos, para comprender su tarea en este recorrido de «Los judíos y las palabras» por la Biblia, el Talmud o la Torá, se declaran laicos, no creyentes, judíos y ciudadanos de Israel. Hay una larga tradición histórica de judíos en esa posición, que pasa por Spinoza y por fundamentales personalidades del mundo contemporáneo como Freud, Marx, Einstein... Esa posición vital e intelectual no les impide a los dos autores de este ensayo ir a la Biblia como fuente de aprendizaje, de enseñanzas y de belleza literaria. Desde la condición de no religiosos no entienden que la secularidad de algunos países europeos mande la Biblia al baúl de los recuerdos o al reducto de las sacristías. Un interrogante, añadio, también para esos discursos que para Europa reivindican la laicidad frente a la tradición de la presencia de símbolos cristianos y que guardan silencio ante la imposición del fundamentalismo islámico. También hay fundamnetalismo en Israel y también lo hay en Europa

De Amos Oz es conocida su activa militancia en la causa de la paz en Oriente Medio, su posición en favor de dos estados. El problema de Isarel y Palestina en toda su complejidad se puede asemejar a una «cuestión inmobiliaria»: el derecho a dos hogares y la aceptación de que en ambos hogares -estados- se ha de aceptar la presencia del otro con igualdad de derechos ciudadanos: judíos como ciudadanos en Cisjordania y palestinos como ciudadanos en Israel. Esta aceptación del «otro» como ciudadano es punto fundamental porque la sola «solución territorial no consigue zanjar conflictos similares», escribió ya en 1933 Hannah Arent.

En este conflicto hay, para seguir la línea de Amos Oz, que posicionarse y trabajar por la paz. La cuestión es esa: la paz. Y no actuar con un dualismo simple que marca a priori a buenos y malos. El problema a resolver es el de la paz: que un niño palestino pueda correr y jugar en libertad y sin riesgo para su vida por una acción del ejército isarelí en Gaza y que una familia de judíos pueda dormir tranquila porque no explotará sobre su tejado un artefacto lanzado por las milicias de Hamás. Y merece una reflexión el diagnóstico que formuló Fania Oz en algunas declaraciones: el nuevo antisemitismo viene de la izquierda europea que ha colocado a Israel como único problema y que desde esa simplificación hacia la opinión pública fomenta y genera mucho odio. Alguna moción de estos días era exactamente así.

(Publicado en la edición impresa el 13 de septiembre de 2014)

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