La memoria impúdica

España. Foto: EPL
photo_camera España. Foto: EPL

SOY UN HOMBRE sin memoria. Por eso soy tan pertinaz en mis errores. Hace algún tiempo, tal vez minutos, achacaba mi contumacia a la fortaleza de carácter y a la firmeza de mis convicciones; era cuando lo sabía todo. Pero ahora ya sé, ya recuerdo, que todo aquello se debía al olvido.

Olvido citas, caras, nombres y circunstancias, lo importante y lo accesorio. Vivo rodeado de pósits pegados en cualquier lado, unos con nombres, otros con teléfonos, otros con lugares y horas, otros con órdenes perentorias: «¡Cállate!», «Recuerda», «¡No grites!». Uno se acostumbra, será porque tampoco vive una rutina digna de más alardes.

En realidad, siempre he pensado que no hay tantas vidas que merezcan ser recordadas. Y menos aún contadas. Si acaso un racimo de anécdotas que valdrían mejor para mantener viva una conversación a los postres que para figurar en un libro. Debe de ser por eso que nunca he acertado a comprender la valía del género de memorias como tal, más allá de la utilidad para el propio autor, su autoestima y su cartera. Pero eso como mucho les otorgaría un lugar en la sección de libros de autoayuda, tipo ‘Cómo llegar a ser presidente en diez pasos’ o ‘Privatiza un país: consejos sencillos para aplicar a tu vida diaria’.

Ahora, debe de ser por la crisis del sector editorial o por algo peor, parece que se ha vuelto a poner muy de moda. Como no andamos muy sobrados de personas de calidad que merezcan ser escuchadas, y las pocas que hay tienen mejores cosas que hacer, cualquier chaval que haya despuntado en el deporte o en la música o en la tele se casca una autobiografía con veinticuatro añitos mal contados, como si estuviera en posesión no ya de la fórmula del éxito, sino del sentido mismo de la vida. Todavía no han alcanzado a comprender que sus recuerdos siguen tan luminosos porque no han vivido lo suficiente como para apreciar el refugio que da el olvido, para entender el daño que puede producir un recuerdo a destiempo.

La ciencia ya ha demostrado que no hay nada menos fiable que la memoria, que buena parte de nuestros recuerdos son más falsos que un billete de siete euros, mil veces reelaborados para adaptarlos a lo que nos hubiera gustado que sucediera, mezclados con los relatos oídos a otras personas que también vivieron esos momentos, matizados por los cambios de prioridades, opiniones y convicciones. Porque esas vidas que recordamos nunca las vivimos nosotros, sino las personas que éramos y que ya hace tiempo que desaparecieron.

Por eso me fío de la memoria de los demás tan poco como de la mía. Y menos aún de los que pretenden usar sus recuerdos como coartada, como justificación del daño hecho, que siempre suele ser más que el bien pese a su autoindulgencia. Esto pasa especialmente con los políticos, en un país en el que cualquiera que se apea del presupuesto público se cree el Churchill del «sangre, sudor y lágrimas», cuando la figura del estadista nos es desgraciadamente tan lejana como la dimisión por vergüenza torera.

Últimamente me parecen especialmente insufribles José María Aznar -una persona incapaz de sentir pasión salvo por sí mismo- y los hombres del traje gris, José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Solbes. ¿Pero qué tipo de editor ha dado por hecho que podría interesarnos ahora lo que cuenta alguien como Solbes, que ni siquiera nos interesaba cuando decidía sobre nuestras vidas y haciendas?

Al menos espero que sea bastante castigo para todos ellos verse barridos en las listas de ventas de biografías por la protagonizada por Belén Esteban, a quien cada vez se le ajusta más el título oficioso de princesa del pueblo, no por lo que ella tiene de princesa sino por lo que este pueblo tiene de pueblo. Reproches aparte, habrá que reconocer que la retransmisión en directo de un recorrido por el sexo de pago, las drogas en plató, las sobredosis de botox y la subasta pública de la impudicia tiene mucho más gancho que las penumbras de La Moncloa.

Y no digo que, en esencia, lo que cuenta la una y los otros sea muy diferente. El día a día de la política son inconfensables escenas de cama, droga en sobres suministrada por camellos de confianza, operaciones de estética parlamentaria, rupturas matrimoniales con cuernos de por medio y asco por uno mismo. Solo que la Esteban ha dado con un modo mejor de venderle sus recuerdos a un país que cada vez se parece más a ella.

Comentarios