La edad del por qué

CONSEGUÍ un sitio justo en el medio de una pareja, inconsciente de que los estaba separando. Hombro con hombro con ella, que llevaba en brazos a un niño pequeño mordisqueando con la misma misma concentración su puño que un cochecito de juguete, y hombro con codo con él, que llevaba sobre sus hombros, tan lejanos, a otro niño, mayor, que todo lo miraba. Detrás de él, la nada. Éramos la última capa humana de público de procesión, esa mezcla imperfecta de gente con intención y de la que pasa por allí y planta los pies en el sitio para echar un vistazo, exactamente igual que haría con una manifestación de agricultores contra la PAC o en un desfile militar. Están a lo que les pongan. Estos días ponen procesiones.

Quizás haya callejones en Sevilla en donde, si cierras los ojos, solo notas el abarrote por el calor del aliento de los fieles porque se percibe emoción de la misma forma que, en un cine a oscuras, sabes que no estás solo. No es el caso. Aquí y ahora no hay contención ni se aguanta la respiración al llegar el paso para soltarla tras su marcha ni hay silencios que se cortan, ni nada de nada, hay grabaciones con los móviles y gritos de «guapa» a la virgen en momentos de arranque folclórico. La expectación es claramente festiva y mi vecino de la izquierda, sentado sobre los hombros de su enorme padre lo nota.

A lo lejos, se empiezan a ver las manchas de colores que son los cofrades y el paso, con sus flores y luces. El público en masa gira la cabeza para esperar su llegada pacientemente, mientras el niño mira a su alrededor: a nosotros y a las manchas, una y otra vez. Pocas cosas hay que emocionen más a los niños -si no son tan pequeños como el hermano de este y prefieren actividades como meterse el puño en la boca- que participar de una experiencia colectiva, aunque se limite a compartir con los demás la visión de ver pasar algo. Este no puede con los nervios y derrama sobre su paciente progenitor todos los por qués del mundo, los existenciales («¿por qué estamos aquí?») y los circunstanciales («¿por qué hay tanta gente?»), los curiosos («¿por qué hay tambores?») y los que claramente me señalan («¿por qué mamá se puso allí?»). Pues porque yo me puse en el medio, claro.

El padre contesta pacientemente todas las preguntas, una tras otra, como si algo importara. No hay tiempo para asimilar la respuesta cuando ya le cae el chorreo de otras doscientas, están pasando demasiadas cosas incomprensibles. La temible edad del eterno cuestionario se daba cita con un suceso que, a los ojos de un niño, debe ser verdaderamente extraño. Los nervios crecían, el tono de voz se elevaba y el paso se acercaba. Yo prácticamente me había convencido de que estaba ahí más para cubrir la rueda de prensa que ese niño le estaba haciendo a su padre sobre la procesión que la procesión en si misma cuando le empezó a poner las cosas verdaderamente difíciles. No era la única. Todos escuchábamos intrigados, a ver por dónde iba a salir ese genio de la interrogación.

-Papá, ¿por qué vienen tantos fantasmas?, dijo a grito pelado, cuando los cofrades bajos sus capuchones entraron en su campo de visión.

-No son fantasmas, contestó el padre entre dientes.

-Ah, ¿son personas?, preguntó el niño detective, como si aludiese a la segunda categoría de seres que pululan por el mundo. Solo hay fantasmas y personas, o se es una cosa o se es una otra.

-Claro, contestó el padre, aliviado de haber solucionado tan rápidamente la pregunta más agresiva de toda la entrevista hasta el momento, confiado de que el duro interrogador aflojaría su presa. Se equivocaba.

Quiso saber después por qué «llevaban una planta encima de una madera» y cuando su padre le aclaró que era un olivo preguntó qué era un olivo. «Un árbol», obtuvo como respuesta, de forma que inquirió por qué «llevaban un árbol encima de una madera», demostrando que no era de los que olvida el fondo de la cuestión tan fácilmente, sea planta o árbol. También por qué los soldados (sic) llevaban sierras, palas («como las de la playa») y cuchillos («pegados a las escopetas») y por qué la gente tiraba «cosas» (yo traduzco: pétalos) a la Virgen. Las dudas se le apelotonaban. Era tal su incomprensión que encadenaba una pregunta con otra como una letanía, reducido su parpadeo al mínimo como si algunas como si algunas respuestas las entendiera por los ojos.

Cuando todo pasó, la procesión y la entrevista, el padre lo bajó de los hombros y le preguntó si le había gustado. Dijo un sí rotundo y convencido, que yo creí sin dudar. No hay nada como la curiosidad satisfecha.

(Publicado en la edición impresa el 18 de abril de 2014)

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