La cuestión es quejarse

COMO ESTE AÑO se ha retrasado la colocación del alumbrado navideño, todavía no he sufrido ninguno de esos ataques de pánico que me dan cuando salgo al pasillo y me encuentro con la iluminación de película de cine negro que da al salón el reno con acebos que planta el Ayuntamiento bajo mi ventana, que no se sabe si es Navidad o Barbara Stanwyck resucita de entre los muertos con el flequillo imposible de Perdición para pedirme fuego. Me alegro. Encuentro que últimamente la Navidad llega demasiado pronto y el año siempre acaba cuando yo volvería gustosamente a agosto.

Soy quejicosa con estas cosas. Con las que no tienen remedio o con las pequeñeces que me amargan un rato para luego olvidarlas como si no fueran conmigo. Quizás es porque soy lucense y los de Lugo, me doy cuenta, somos muy de eso: centrarnos en la minucia para despellejarla ignorando el elefante en la habitación. Bueno, soy lucense y no lo soy porque yo me quejo, en realidad, por todo: la minucia y el elefante.

Tenemos, claro, nuestras fijaciones, siendo la más peculiar de todas las escaleras. Lo nuestro con las escaleras es como lo del mito del gallego, que no se sabe si sube o si baja, pero sin el condicional: literalmente parece que no sabemos subirlas o bajarlas, de tantos quebraderos de cabeza que nos dan.

Pasó con las mecánicas del Hula, un aparato del demonio, que cuando abrió el hospital no provocó sino quejas y lamentos. Tropezones y caídas, denuncias de su velocidad supersónica y su inclinación excesiva y recriminaciones por lo oculto de los ascensores llegaban casi a diario. Eran, además, tan atrayentes que no había forma de resistirse a su influjo, como insectos a la luz parecía que nadie que fuese al hospital no se diese al menos dos viajes en ellas, fuera a donde fuera.

Sin tener la certeza, diría que pasado un tiempo y tras todas las denuncias se les redujo un poco la velocidad y simplemente se dejó pasar el tiempo. Me consta que sigue habiendo caídas porque de alguna he sido testigo, incluso de gente que sabe dónde está el ascensor pero que no ha podido sustraerse a la atracción de las escaleras mecánicas, con su resolutivo subebaja.

Ahora estamos con las de la Plaza. Esa es otra. Nos han puesto unas escaleras que casi echo de menos fumar para ir allí a quemarme los pulmones mientras contemplo nuestro devenir provinciano desde las alturas. Son escaleras para descansar tras fundirnos la paga en marisco en la Plaza, para observar Santo Domingo e imbuirse de un espíritu arengador, por ejemplo. Se está tan cómodo en esa plataforma que dan ganas de llamar a la revolución o algo. Pero luego llega, dicen los afectados, el abismo. El escalón corto en el que no caben los números superiores al 40, el terreno resbaladizo, el campo de batalla de los que tienden a rodar en cualquier superficie con inclinación superior a los 20 grados... La cruz del lucense.

Por supuesto, las víctimas se sucedieron enseguida. Se precipitaron, nunca mejor dicho. Dotados como estamos los lucenses de una predisposición genética al tropezón, no cabía otra.

Confieso que las probé con precaución, como quien bebe su primera cerveza pensando si no tendría que enterarse ya de cuál es el grupo de Alcohólicos Anónimos más cercano, como si con ese principio no cupiese otro final. En este caso, el duro suelo. Pero no, las bajé tranquilamente, con todo el pie en el escalón y sin temblores resbalatorios, como desembarazándome de una sentencia ancestral. Soy lucense y no me caí. Ahí queda eso para quien pueda interesar.

Hay algo tierno en ese quejarse de las cosas pequeñas, una modestia a la hora de enfrentarse a los problemas: primero solucionemos la minucia para luego ir a lo grande. Escaleras del hospital y después nuevos servicios, por poner un ejemplo. El problema es que invertimos tanto tiempo en las pequeñeces que pienso si no llegaremos muchas veces tarde y con energías reducidas a lo otro, que, al final, es lo que perdura.

(Publicado en la edición impresa el 6 de diciembre de 2014)

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