Kennedy

CUANDO acaban de trascurrir cincuenta años desde que el día 22 de noviembre de 1963 el treinta y cinco presidente de los Estados Unidos fue víctima de balas asesinas, el mundo ha recordado a aquel joven triunfador que enamoró a las incipientes cámaras de televisión, y se hizo con la presidencia norteamericana por un centenar de miles de votos, que eran casi nada, frente a los restantes millones de sufragios que tanto él, como su contrincante, el hasta ese momento vicepresidente Richard Nixon cuatro años mayor, y de apariencia menos juvenil habían cosechado en las urnas.

Kennedy es ya uno de los mitos de la historia americana, y lo es también en otros ámbitos. Desde la perspectiva europea, acaso el acontecimiento del que fue protagonista que dejó la huella más intensa fue su visita a Berlín en 1963 donde registró su afirmación de que él era también un berlinés en el curso de una memorable intervención ante cientos de miles de ciudadanos de Berlín occidental, en la que sostuvo que «la libertad tiene muchas dificultades y la democracia no es perfecta, pero nunca hemos tenido que levantar un muro para retener a nuestro pueblo dentro, impidiendo así que abandone nuestra causa».

Recuerdo que mi padre, que por cierto tenía su misma edad, afirmaba que con cuarenta años aún no se tenía la experiencia necesaria para ser presidente de los Estados Unidos. Y creo que llevaba razón, porque, si bien el glamur personal y familiar de John Kennedy, el suyo y el de Jacqueline su esposa, y el de sus hermanos Robert y Edward, su imagen, el ser un hombre bien parecido, la vitola de americano del este elegante aunque informal, le dieron la victoria. Pero la realidad y la forma en que se enfrentó a los desafíos que tuvo que afrontar, fueron reveladores de que con más madurez, sus decisiones hubieran exhibido mayor seguridad.

Sin embargo, hay que decir que su paso por la presidencia marcó un antes y un después. Y también que, sin impulsar ninguna iniciativa del calado, del ‘new deal’ de su predecesor Franklin Delano Roosevelt, encaró con decisión cuestiones tan peliagudas como las relacionadas con la igualdad de derechos y los conflictos raciales, apoyando la aplicación real de la legislación que con su patrocinio, aprobó al respecto el Congreso, venciendo resistencias muy contumaces.

El debate televisivo con su contrincante Richard Nixon, se dijo y se sostiene, y yo lo pienso también así, fue la clave de su victoria sobre el candidato republicano. Con él comienza una era en la que la televisión se erige en pieza o herramienta principal de la acción política, de la transmisión de los mensajes. Seguro que eso hubiera sucedido igual sin él, pero acaso su personalidad, su imagen, su actitud, sus cualidades, que eran optimas en el sentido en el que se dice en el argot televisivo que alguien da muy bien en el medio, hace que pueda ser señalado como el primer dirigente en asomarse a esa gran ventana que son las cámaras de la televisión, dominarlas y servirse de ellas de modo eficaz. Y no es cosa poco relevante, porque creo que su contendiente Richard Nixon es un ejemplo prototípico de lo contrario.

Señalaba Max Weber una triada de virtudes necesarias para el hombre político: pasión, sentimiento de la responsabilidad, y sentido de la mesura, que creo que, al margen el planteamiento filosófico en el que lo hace, hay que reconocer que constituyen una buena relación de las aptitudes anímicas de un hombre público.

La cuestión está en cuanta pasión y que medida de mesura administra un sujeto concreto en el ejercicio de la responsabilidad en sus manos de la que es razonablemente consciente.

Como sucede con toda acción humana relevante a la que siguen o pueden seguir consecuencias buenas y malas, mejores o peores, todo es cuestión de equilibrio y ponderación.

Creo que Kennedy superó la media de acierto en el manejo o combinación de las virtudes apuntadas, y estimó que su aportación a un mundo más justo fue positiva.

Es mejor dejar las especulaciones en la nube, porque la historia es el pasado, lo que sucedió; y presente, lo que está sucediendo, pero en ella no tiene lugar de interés, lo que pudo acontecer.

¿Se pudo actuar mejor en la crisis de los misiles? ¿Otra actitud frente a la Unión Soviética hubiera adelantado el fin del coloso del este? ¿Hubo oportunidad de incidir más y con mayor eficacia en cuanto pudiera propiciar un mundo más justo y en la profundización de las libertades?

En todo caso Kennedy, es ya un mito, y los mitos en las páginas de la historia suelen reclamar la posición de los héroes. Y estos están por encima de los juicios acerca de sus aciertos y errores.

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