Kennedy contra Faulkner

NUNCA HAY QUE acudir a un sitio a la primera llamada. Ni siquiera cuando te llama tu madre. Denota exceso de buenos modales. Exacerbados, los buenos modales son una ordinariez. Te empujan a incurrir en aciertos imperdonables. Yo siempre desconfío de la gente con una feroz disposición para acudir enseguida a las llamadas y acometer empresas. Todo tipo de empresas. Aunque solo sea desenroscar la cafetera italiana o invadir una nación extranjera. Los asuntos impostergables sólo deberían acometerse tras una larga y superficial reflexión, que provoque un retraso moderado, para evidenciar que, como tú te temías, no eran tan impostergables. Me gusta remitirme a Albert Cossery. Amaba la literatura, no existía nada más sagrado en su vida, pero apenas escribía, para demostrar que había cosas más sagradas. Cada mañana, en su habitación del hotel La Louisiane (París), se levantaba a la misma hora, se tomaba dos horas para prepararse, y se sentaba a la mesa en traje, corbata y pañuelo, como quien vela un cadáver. Cuando al fin todo parecía en su sitio, incluyendo el silencio y los pasos del pasillo, escribía brevemente. Nunca redactaba más de dos frases a la semana. Creía que en literatura había que saber escapar a la llamada de las oraciones que brotan solas.

A veces es importante no escuchar bien. Te ahorras disgustos, como cuando tu madre te grita «Juan, ven un segundo». Intrigado, porque pueda tratarse de un asunto vital, vas. Enseguida descubres, sin embargo, que se trata solo de que bajes la basura, y compres pan, y, de paso, le lleves este vestido descosido a la abuela. Todo por acudir a una llamada. Durante la presidencia de John Kennedy, este invitó a William Faulkner a una cena privada en la Casa Blanca. En esos años, los presidentes de los Estados Unidos ya se creían figuras más relevantes que los escritores, incluso que los gansters. Faulkner rechazó la llamada del presidente, como haría si se lo hubiese pedido su madre. Nunca viajaba hasta tan lejos para cenar con un extraño. A vuelta de correo, contestó cortésmente al presidente que «yo no soy más que un granjero y no tengo ropa apropiada para ese evento. Ahora bien, si usted tiene algún interés en cenar conmigo, con mucho gusto le invito a mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Misisipi». En el fondo, fue como haber acudido a Washington y levantarse en mitad de la cena, alegando que la sopa estaba asquerosa, y regresar a casa dando un paseo.

Cualquier excusa puede ser buena para rehusar una oferta irrechazable. Hace algunos años, una amiga atraída por un compañero de trabajo, lo invitó a cenar a casa, como John Kennedy. Dispuso cada detalle con celo, como si al final de la velada pretendiese matarlo y quisiese que resultase una fatal y hermosa sorpresa. Después de bajar botella y media de vino, cuando ella propuso pasar de la mesa al sofá, y continuar la guerra por otros medios, él alegó que tenía que poner una lavadora de ropa y se fue, como William Faulkner. No voy a decir que yo también me habría ido, líbreme Dios, pero cuando las excusas son tan palurdas que originan una increíble y apasionante anécdota, que relatarás una y otra vez durante los próximos treinta años, automáticamente me pongo de parte de la anécdota, como si la colada fuese superior al sexo. Todo vale cuando la historia es buena. El propio Faulkner sostenía que la única responsabilidad del autor es con su arte. Si un escritor para conseguir escribir un libro, decía, tiene que robar a su madre, no dudará en hacerlo.

Algunas llamadas a la acción se sofocan volviendo a la cama. Juan Carlos Onetti vivió sus últimos diez años sin apenas salir de la suya. Un día descubrió que todo lo que necesitaba lo podía hacer tumbado: escribir cartas al director de El País, leer novelas policiacas que le llevaban los libreros de La Chuca, y fumar y beber. Poco a poco, dejó de escuchar la llamada del exterior. En 1993, un periodista contactó con él para pedirle un artículo sobre Europa, pues en noviembre de ese año entraba en vigor el Tratado de la UE. «¿Europa?», preguntó Onetti extrañado. «¿Pasa algo en Europa?, ¿pasa algo que merezca la atención? Lo que puedo escribirle si quiere es un artículo sobre mis recuerdos de infancia», propuso. Nadie vio con más agudeza los peligros de la vida activa. Yo quise acercarme a esa visión durante los años que estudié Filosofía, cuando nunca madrugaba por debajo de las cuatro de la tarde. Las cosas trascendentales, como leer a Hegel, se hacían perfectamente desde la cama, durmiendo. Lo explica muy bien Forges en aquella viñeta en la que Concha abre la puerta del dormitorio por la mañana. «Mariano, son las siete», le anuncia, para despertarlo. «Qué pasen», contesta Mariano, que sigue durmiendo.

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