Juntos caminando

La Iglesia, a voces. PEPE ÁLVEZ
photo_camera La Iglesia, a voces. PEPE ÁLVEZ

EN EL PÓRTICO DE la iglesia de mi pueblo está clavada una chapa, en azul y blanco, con el número 69. Es el que le toca por la organización de la calle, pero mientras estuvieron don Pedro y don Alejandro no hubo huevos para ponerla. Y estuvieron más de cuarenta años.

Eran hermanos. El párroco era don Alejandro, pero las dos sotanas imponían igual. Se decía que a don Pedro lo pillaron cuando iba a fugarse con una chavala del pueblo donde fue enviado recién ordenado, que unos vecinos interceptaron los mensajes que se dejaban en el confesionario y que el obispo le había prohibido volver a ser párroco titular, de ahí que viviera a la sombra de su hermano. Con los años, la gente también comentaba el extraordinario parecido que un niño dos años mayor que yo, hijo de madre soltera, tenía con don Pedro. Supongo que la cabra siempre tira al monte, aunque sea el de los Olivos.

El caso es que los dos eran para nosotros no ya la voz de Dios en la Tierra, sino la personificación de la autoridad de la Iglesia, que entonces mandaba en mi pueblo mucho más que Dios, dónde va a parar. Con ellos empezaron mis desencuentros con el clero. Primero fue con don Alejandro. Un día antes de que fuéramos a hacer la Primera Comunión, se empeñó en que teníamos que confesarnos todos de nuevo. Yo ya lo había hecho un par de días antes, he desobedecido a mi madre, he dicho tacos, he tenido pensamientos impuros y toda la retahíla, y le dije que yo pasaba, que ni siquiera me había dado tiempo a cometer pecados nuevos. Soberbia, creo que le llaman a ese. Me dejó hacer la Primera Comunión con los demás de milagro, porque intercedió mi madre, pero ya nos quedó claro tanto a él como a mí que no iba para monaguillo diligente.

Un par de años después la monté con don Pedro, harto de que nos utilizara como recaderos. Una mañana de julio que andábamos por el paseo me mandó a echar una carta y yo le mandé allí mismo, al paseo. Luego se vengaba soltándome collejas al rececho cuando armábamos lío en el cine parroquial, pero alguna ya me la tengo ganada, así que lo comido por lo servido.

Los años y los sermones fueron pasando y un buen día, hace como una década, el obispo decidió retirarlos y mandar a otro párroco. No hubo llantos ni crujir de dientes. Creo que yo, que ni me iba ni me venía, fui de los pocos sorprendidos ante una reacción tan fría. El pueblo desvistió a un cura para vestir a otro y aquí paz y después gloria.

Me acordé de ellos el otro día, mientras cubría la manifestación de los vecinos del Sagrado Corazón en defensa de sus dos curas, don Guillermo y don Miguel. No acierto a explicármelo. Una cosa, supongo, son cuatro beatos lamentando la pérdida de sus párrocos y otra centenar y medio de niños, jóvenes, mujeres y hombres -no creo que sean muchos más los que visitan regularmente el templo- gritando detrás de una pancarta que convierte a los dos curas en «mártires do Sagrado Corazón». Mártires, palabras mayores.

Tengo entendido que no andan las cosas por la Iglesia católica como para ir tirando fieles, pero al obispo parece que le sobran. Uno de los lamentos más amargos de los que protestan tiene que ver con el ordeno y mando, con la ausencia total de explicaciones a los fieles por parte del obispado a la hora de imponer el recambio de los dos sacerdotes queridos por otro que, al parecer, llega de Brasil y pertenece al Camino Neocatecumenal. No me extraña; es el rumbo que marca la jerarquía vaticana, endiosada, ajena a la Iglesia de base y atrincherada en los grupos ultraconservadores de nuevo cuño, como los kikos o Comunión y Liberación, al que pertenece el propio obispo de Lugo.

Está previsto que esta misma mañana oficie su primera misa en la iglesia del Sagrado Corazón el nuevo párroco. La cosa puede acabar como el rosario de la aurora. Por si acaso, el obispo estará a la misma hora oficiando misa en Barcelona, a cuenta del San Froilán que los lucenses allí residentes se montan todos los años.

Es la misma respuesta que dio a los vecinos cuando el otro día llegaron en manifestación hasta el palacio episcopal. Momentos antes, el representante de Dios en Lugo había abandonado el lugar. Iba al volante de un Volkswagen del color de las almas condenadas y con tres seises en la matrícula. Yo, que ni me va ni me viene, prefiero la chapa con el 69. Es más participativo.

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