Hay otros Hitler

LA IDENTIDAD resulta a veces algo tan sutil, que tal vez ni siquiera exista algo llamado identidad. Te crees que eres alguien, y eres otro. En ocasiones no eres nada, o solo eres un imbécil, y ni siquiera lo sabes. Yo le tengo mucho respeto al verbo «ser». Y al sustantivo «imbécil». Esta semana me encontré con un compañero del instituto. Hacía veinte años que no nos veíamos. Hablamos quince minutos en la acera, por miedo a entrar a un bar y empaparnos a las once de la mañana, igual que en el instituto. Durante ese borroso cuarto de hora le estuve llamando Luis continuamente. «Cómo te va, Luis», «Luis, no has cambiado nada», «No me jodas, Luis». Cuando llegué a casa, arrepentido de no haber bebido algo, aunque solo fuesen un par de vodkas, reparé en que el tipo, en realidad, se llamaba Sergio. Sergio Souto Moreno. Si raro me pareció lo mío -propio, a fin de cuentas, de un imbécil-, no menos extraño fue que el propio Sergio no me sacase del error. Quizás pensase que solo se trataba de un mísero nombre. Todos tenemos uno, o dos, o diez. Francisco Casavella admitió en su día que si quería ser escritor, y darse a conocer, no podía seguir llamándose Francisco García Hortelano. No bastaba con escribir bien. Además, había que llamarse de otra manera. García Hortelano ya había uno, bebía más que él y era autor de ‘El gran momento de Mary Tribune’, nada menos. Así que pasó a llamarse Francisco Casavella y escribió ‘El día del Watusi’.

¿Y si a Sergio le gustaba más Luis, porque estaba hasta las narices de ser Sergio y hacer cosas de Sergios? Barajé esa teoría. Existen personas que un día, de repente, cambian de vida, se van a otra ciudad en autobús, abandonan a sus padres, a su pareja, desaparecen con lo puesto y, cuando llegan a su destino, compran un teléfono nuevo y se cambian el nombre. No conozco a nadie así, que se vaya sin llenar una maleta con una muda limpia, y para siempre. Pero conozco a Flitcraft, un ejecutivo feliz en buena posición que aparece en ‘El halcón maltés’, de Hammett. Parece un individuo feliz. Tiene mujer y dos hijos. Un día desaparece sin dejar rastro. Ni una nota en la nevera que diga «Me voy para siempre. Queda una colada de ropa de color en la lavadora. Qué os jodan». Nada. Se marcha a otra ciudad y empieza de cero. Naturalmente, se cambia de nombre, como Sergio. Ya no es Flitcraft, sino Pierce. Con el tiempo, se casa y tiene dos hijos y vuelve a ser un ejecutivo en buena posición, y feliz.

Hace varios años también alguien confundió mi nombre con otro. Era sábado por la noche, yo acababa de salir de un pub a tomar el aire, y una chica se dirigió a mí con un «Hostia, Jaime». Nos conocíamos vagamente, aunque no recordé de qué. «No soy Jaime -la corregí-, soy Pedro; pero no pasa nada», añadí quitándole hierro al asunto con un punto y coma imperturbable. Era esa hora en que los nombres no importan demasiado. Ella de disculpó con un «claro, claro» y se interesó por qué hacía ahora. «Fabrico armas para Israel», resumí. Antes había tenido dos empresas con las que me había ido a la ruina, pero con la tercera me estaba forrando, mentí. Fuera de eso, añadí, me había divorciado, me había vuelto a casar, y ahora estaba en vías de separación de nuevo. Siempre de la misma mujer, puntualicé.

No conviene conceder excesiva importancia a los nombres. Cualquiera puede llamarse. A menos que seas el matón que le guardaba las espaldas a Dutch Shultz en ‘Cotton Club’. Alguien le pregunta cómo se llama, y responde: «A mí nadie me llama». «¿Ni siquiera tu madre?», insisten. «Yo no tengo madre -zanja el tema-. Me encontraron en un cubo de basura». Los nombres van y vienen sin decir gran cosa. Todo lo contrario que los apellidos. Te persiguen toda la vida tratando de darte captura. Me hacen pensar en un jinete al galope, disparando al aire, entre una gran polvareda. Juan Cruz cuenta en ‘Egos revueltos’ que el hijo de Juan Carlos Onetti, Juan Onetti, le envió en una ocasión el manuscrito de una novela para que le diese su opinión. El apellido de su padre pesaba mucho, advirtió el periodista al verlo clavado en la primera página. «Cámbialo, empieza de nuevo», le recomendó. Por qué no se ponía el segundo apellido, por ejemplo. «Es que el segundo es también Onetti». «Pues usa el tercero», dijo a la desesperada Cruz. «Es que el tercero es Borges». Juan Onetti Onetti Borges. ¿Cabe peor casualidad? Cabe. Carlos Barral relata en sus memorias cómo durante la Feria del Libro de Fráncfort, en 1967, su socio, el editor Víctor Seix, murió atropellado por un tranvía cuyo conductor se llamaba Adolf Hitler. «Lo sé bien -confiesa Barral- porque días después me hice cargo de los trámites judiciales».

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