Golpe de estado en la Academia

NO SÉ QUÉ HABRÍA SIDO de nuestras vidas si de vez en cuando los porteros de algunos locales no nos hubiesen impedido la entrada, como a perros mojados. Recuerdo que te mataban y te hacían dar la vuelta con un simple gesto. Ni siquiera tenían que decirte que esa no era tu noche de suerte y que mejor te sería irte a la cama y cascártela. Era una ruina, pero visto desde el presente, te salvaba de una ruina mayor.

En aquellos días, cuando éramos imbéciles y felices, no lo veíamos sino como una injusticia, equivalente a que te denegasen el acceso al agua potable. Nos gustaba pensar que la noche, aciaga e inhóspita hasta ese momento, mejoraría si entrábamos al local de moda. Cuando te preparabas ante el espejo, antes de salir un jueves en Santiago, lo primero que rezabas era «Señor, que me dejen pasar en Liberty». Había pocas cosas a las que tuviésemos más miedo que al «no» del portero. Recuerdo una madrugada desoladora en la que Óscar y yo nos plantamos en la puerta y pedimos paso. Llovía como si hiciese sol, y eso nos hacía ser optimistas. «No», dijo el portero, lanzándonos un discurso breve y soporífero.

En aquellos días nadie renunciaba a una discusión infructuosa. Nosotros creíamos en el verbo y en morir de pie, e insistimos, como si aquel «no» rotundo fuese un resquicio de esperanza. Tal vez se tratase de un «no» ambiguo, poético, una especie de agente doble. Pero nada consigue doblegar la determinación de un veterano portero. Había un sueño de juventud que consistía en tener un amigo portero, solo superado por el sueño de tener un amigo que trabajase de camarero. Yo capitulé. Óscar, sin embargo, aún se volvió y, entre la lucidez y el absurdo, preguntó: «¿Es porque somos negros?».

Lentamente, con los años, agradecías a los porteros que te mandasen a casa con antelación. Pío Baroja cuenta en ‘La caverna del humorismo’ cómo un día el poeta Pedro Luis de Gálvez pretendió dar un ‘golpe de estado’ en la Academia de la Lengua y nombrar director a Rafael Cansinos Assens. Era el mismo Gálvez del que se decía que se paseaba por los bares de Madrid con su bebé fallecido en una caja de zapatos, pidiendo limosna para un entierro decente. La asonada no prosperó. Gálvez no pasó de la puerta. Cuando se presentó en el edificio, con su gesto cortante, el portero le tendió 30 duros. Conocía demasiado bien al poeta, que los aceptó feliz y se fue de borrachera con sus amigos, después de decir: «Bueno, que siga la docta cosa, lo mismo me da».

La Academia, si lo piensas en frío, es uno de esos interiores en los que nunca estás seguro. Cuando nombraron a Azorín académico, se tomó innecesariamente en serio su trabajo, y propuso tres nuevas palabras para el Diccionario: «agavillar»: montón de gavillas; «robadizo»: camino malo, y «morredero»: puerto o portellín. Sus compañeros no aceptaron ninguna. Azorín tomó buena nota y dejó de ir a las sesiones aduciendo que le coincidían con la hora de la cena. Juan Ramón Jiménez se ahorró esa clase de frustraciones. Le ofrecieron ingresar en la RAE durante la monarquía, la república y la dictadura. Rehusó las tres veces. En la última, José María Pemán se trasladó a América para persuadirlo. El poeta hizo memoria de los académicos y reparó en Gregorio Marañón, que tenía sillón en toda clase de academias. «¿Y un médico como el Gregorio Marañón -preguntó Juan Ramón- qué hace? ¿Está para mirarles la lengua a los académicos cuando se ponen malitos?». En el fondo, es lo mismo una discoteca que una academia. Con el tiempo, si el portero te dejaba pasar, descubrías que la derrota total se producía al salir, cuando el sol te descubría que eran las nueve de la mañana y a las doce tenías examen de Lógica.

Hay que reflexionar antes de pedir a un portero que se aparte de tu camino. Primero procede estar seguro de lo que encontrarás al otro lado. Cuando me llegue la muerte no me gustaría llevarme una sorpresa y descubrir, al cruzar el umbral, que estoy en el cielo. Solo después te propones apartar al portero. Y no de cualquier modo. Conviene exhibir cierta clase. Me vale con la mitad que mostró Laxeiro el día que le impidieron el paso a la fiesta que se organizó con motivo de la visita de Raúl Alfonsín a Lalín en 1984. Años antes, el alcalde había declarado al pintor hijo predilecto. Lamentablemente, nadie lo invitó a la fiesta privada que se organizó para agasajar al presidente argentino, que había venido a la localidad para reencontrarse con sus antepasados. Se necesitaba acreditación, y cuando Laxeiro intentó acceder, le impidieron el paso. En ese momento, desde la puerta, pudo ver al alcalde, Xosé Cuiña, al que le gritó: «¡Pepe! ¡¿Qué pasa, soy hijo predilecto o soy hijo de puta!?». Y lo dejaron pasar.

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