Felicidad permanente

HE VISTO TANTAS versiones del cartel del ‘Mantenga la calma y continúe’ que ya empiezo a dudar de que su objetivo inicial haya sido levantar la moral de los británicos ante los ataques de la Segunda Guerra Mundial y el autor, su ministerio de información, y a pensar seriamente que se ha fraguado en un think tank de Ikea y Paulo Coelho.

Quizás es el signo de los tiempos, quizás ha existido en todos y veo solo estos como únicos, inconsciente de los anteriores, ignorante de los que vendrán, pero encuentro que hay una exigencia de la animosidad extrema, sin precedentes. Uno ha de ser fuerte, perseverante siempre y, además, animoso. Te lo dicen gurús de la autoayuda y sesudos estudios científicos. Los primeros, mostrándote el camino para que encuentres la alegría perdida. Siempre pensé que esas figuras eran casi un oxímoron: ¿no debe, por definición, toda la autoayuda partir de uno mismo y por tanto no puede ser enseñada? ¿no se supone que un libro de (me repito) Paulo Coelho solo puede ayudar al propio Paulo Coelho y si no no es autoayuda, es otra cosa, es ayuda externa, la ayuda de toda la vida? Los segundos te dan razones objetivas sobre la conveniencia de ser alegre: refuerza el sistema inmunológico, padeces menos enfermedades cardiovasculares, duermes mejor, vives más... Caes mejor, añado. Haces más feliz a los demás y eso se agradece. Desde luego, se vive mejor si se es alegre. Se vive mejor con la gente que lo es.

A mí no hace falta que me sigan imprimiendo mensajes de esos que dan en llamar inspiracionales en posavasos y paños de cocina. Estoy totalmente a favor del buen ánimo, de la alegría, de la felicidad, de las carcajadas al viento, de las arrugas de tanto reírse y del emoticono de la flamenca del whatsapp.

De hecho, preferiría que dejaran de hacerlo, de recordarme que si la vida me da limones, haga limonada; que solo se vive una vez, que hoy puede ser un gran día, que al mal tiempo, buena cara; que me rete a mí misma saliendo de mi zona de confort; y, por encima de todo, que mantenga la calma y continúe.

Responder constantemente a la demanda de esa animosidad es, como mínimo, agotador; probablemente, imposible. No hay vida que resista tanta felicidad, que no flaquee en un día gris. Al menos en uno.

Por supuesto que, del catálogo de imposturas con el que nos podemos mover por el mundo, el del ánimo imperturbable es el más agradecido. Uno busca la compañía de los que han elegido esa opción por si se pega algo, con la misma dedicación con la que huye de los amargados profesionales, verdaderos vampiros de energía que, en el tiempo de un café y con cuatro quejitas, te dejan agotado para una semana. Pese a todo, no creo que sea bueno promover esa clase de comportamiento, tal y como se está haciendo ahora.

Llegado este punto los defensores acérrimos del esfuerzo por la animosidad lanzan la pregunta que ha de caer sobre mí como una losa: ¿Acaso hacen daño a alguien? ¿Es que las tazas con mensaje y los pósters y los cupcakes azucarados y la transmisión de citas en el Pinterest puede molestar a alguien? ¿Deben comprarme una taza con el lema ‘Vive y deja vivir’ para que lo vaya pillando?

Pues sí. Sí a todo, excepto a lo de la taza. Por buenas que sean las intenciones y por inconscientes que sean otros efectos colaterales ajenos al tatuaje permanente de la sonrisa, sí puede hacer daño este clima de exigencia de la moral alta. A aquellos que no son capaces de mantenerla alta sin excepción.

Encuentro un grupo en el documental Pink Ribbon, que aborda la explotación que hace la industria (de todo tipo, no solo la farmacéutica) de la recaudación benéfica de fondos contra el cáncer de mama. Son mujeres con cáncer en un estadio muy avanzado, van a morir pronto y lo saben. Han formado un grupo de apoyo que se reúne semanalmente, aunque todas pertenecían con anterioridad a otros. Todas se quejan de lo mismo: invisibilidad y cierta sensación de culpa. Del cáncer de mama ya solo interesan los ejemplos positivos, los de las mujeres que los superan y aquellas que finalmente no lo hacen, que las hay, parece que no existieran. Se sienten solas. También cansadas del mensaje machacón de que si luchas y eres fuerte, es una enfermedad que se logra superar porque, con independencia de la fortaleza que un paciente invierta en combatirlo, el cáncer a veces es mortal. Aunque el enfermo resista con la moral altísima, se someta a todos los tratamientos del mundo y lo haga con una sonrisa. Pese a todo, a veces, nada es suficiente. Por desgracia es así. No quieren que se recuerde constantemente. Entienden que es bueno que una persona afronte con ánimo y energía una enfermedad como cualquier otro acontecimiento duro de la vida y creen positivo que se insista en que, efectivamente, mucha gente se cura. Pero se enfadan porque se ignore que también existe gente como ellas que no lo hace.

Lejísimos, a años luz de situaciones tan dolorosas, también reivindico el derecho a los días malos y a desistir del ánimo siempre arriba por incapacidad. A, de vez en cuando, no mantener la calma. Pero continuar sí, continuar siempre.

(Publicado en la edición impresa el 14 de junio de 2014)

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