¿Es que no hay whisky en casa?

HAY POCOS DESEOS más sucios y saludables que el de derribar mitos. Su belleza natural te despierta la tentación de pintarrajearle la cara en un descuido. Un mito, al fin y al cabo, es una belleza indestructible, frente a la que, de vez en cuando, te gusta proclamar en voz baja, masticando las palabras como si fuesen trozos de cristal: «Ya será para menos, carallo». Cuando te das la vuelta, pues se hace tarde y aún tienes que preparar la comida, añades para ti: «Torres más grandes han caído». Y aprietas el paso. Me tengo por un tipo educado, pero desaprensivo, y disfruto mucho con el estruendo fastuoso y dramático que provoca el derrumbe. Me reconcilia su música. Suena a Richard Strauss.

Creo que me pasaría la vida mirando la humareda, en forma de hongo, que levanta una gran mito cuando se cae. Incluso un mito pequeño. Me conformo con que no sea un mito, pero sí algo sagrado, o lo suficientemente bello y frágil. ¿Quién no ha sentido el oscuro impulso, cuando pasea por un jardín con flores, de pisotearlas a conciencia hasta no dejar una en pie? ¿Nadie? ¿En serio? Yo sí, joder. Una de mis escenas preferidas de ‘Los Soprano’ es cuando Paul Galtieri se enfada con Chris Montisanti, y se mete con el coche en su jardín y devasta hasta la última hierba. Te quedas extasiado ante tanta destrucción, no exenta de poesía.

El deseo de que las cosas importantes sean mentira es un deseo primario, puro, casi salvaje. Nos gusta tener mitos, naturalmente, creencias seguras, clavos ardiendo a los que agarrarnos cuando todo a nuestro alrededor se tambalea. Pero también nos agrada lo contrario, hacer caer las cosas seguras como si fuesen burdas mentiras contadas por nuestros padres para que nos vayamos a la cama. El mito que se resquebraja de un golpe, como si fuese el escaparate de una joyería que aporreas con un mazo, funciona como un relajante muscular, después de un día de locos. Hay una escena en mi entorno familiar que raramente olvido. Por vía materna teníamos el mito de que las infusiones obraban milagros. Que si manzanillas, que si poleos, que si cardamomo, que si jengibre, y en esta línea lamentable. Un sábado, después de una semana de problemas en el trabajo, apareció por casa uno de mis tíos. Los nervios le asomaban por la piel como si fuesen huesos rotos. Mi abuela se fue a la cocina con sigilo, calentó agua en un cazo viejísimo, y al rato apareció en silencio con una tila. La dejó triunfalmente sobre la mesa.

Yo era pequeño, pero como los mitos rotos son indelebles, recuerdo cada gesto, la humedad del aire, quien recibió aquel año el Nobel de Química. Todo. Mi tío irguió la cabeza y mató el cigarrillo contra un cenicero. Era un Winston de contrabando, delicioso, y apenas emitió un crujido agónico al romperle el cuello. Después, propinó un manotazo a la taza de tila, que rodó mareadamente y se desintegró al caer al suelo, o tal vez en el aire, como el Challenger. «¿Es que en esta puta casa no hay whisky?» preguntó irreconocible. Ese día, de una simple guantada, murió un mito familiar que parecía invencible. No es la norma, sin embargo. El mito raramente muere. Por eso es mito. Y es una pena, porque creo que su destrucción lo rejuvenece. Recuerdo que al poco de morir Truman Capote en 1984, Gore Vidal, a quien lo unía una enemistad profunda y querida, realizó una breve declaración a una periodista: «¿Su muerte? Es buena para su obra».

Todo debe tener un final. Mi comienzo de libro preferido es un texto de Scott Fitzgerald, titulado ‘El crack-up’, que arranca con el narrador proclamando: «Toda vida es un proceso de demolición, por supuesto». Me gustan las vidas que ascienden hasta lo más alto, acarician la cumbre como si fuese el cabello suave y rubio de su hijo, y después se vienen abajo lentamente, sin remisión. Es un patrón común a muchos textos de Scott Fitzgerald. En realidad, es el dibujo de su propia vida. El declive, a la postre, es otra forma de mito. Tan o más inmortal que su forja. En México 70, Pelé se pasó el Mundial marcando goles que no fueron. Sus fallos se hicieron más célebres que sus aciertos. Ahí está el regate que no fue un regate a Mazurkiewicz, el guardameta de Uruguay, y que acabó con el disparo del delantero lamiendo un poste. O el chut desde medio campo, contra Checoslovaquia, que se perdió en la nada por poco. Y por encima de todo, está el remate de cabeza picado contra Inglaterra. Pelé ya había empezado a celebrar el gol cuando miró hacia atrás y advirtió que el balón no había entrado. Gordon Banks se arrojó a por él como si pretendiese salvarlo de una muerte segura. En realidad, cuenta el delantero brasileño, «yo marqué el gol, pero Banks lo paró».

Comentarios