Ensayo

Esa mañana de domingo no tenía nada de especial, salvo porque mis padres habían venido a pasar unos días. Desayunaba en la cocina leyendo el periódico cuando escuché las carcajadas de mi padre en el salón. No es que mi padre sea de suyo ajeno a la risa, más bien al contrario, pero me picó la curiosidad. Tumbado en el sofá, el hombre se descojonaba mientras veía la repetición de una actuación de Os Tonechos, tal vez en Luar. Hasta entonces no me había interesado demasiado por las gansadas de este dúo, pero comprobar la eficacia de su humor en un paisano que en sus 75 años apenas se había alejado del pueblo riojano en que nació despertó mi curiosidad. Más que nada porque hasta a mí me cuesta seguir a veces su particular gallego. Luego me explicó que los veía casi todas las semanas en casa, porque la televisión vasca —cuya señal coloniza las comunidades vecinas— emitía los domingos el Luar, y él era fan.

A las cinco de la tarde de un miércoles, el set de grabación de Plató Mil, en Cacheiras, está en ebullición. Un ejército de cámaras, técnicos, guionistas y actores se preparan para el ensayo técnico de O show dos Tonechos, que se grabará en directo y ante el público al día siguiente. Roberto Vilar (Xove, 1971) me recibe con el tiempo justo antes de ponerse al tajo. Cada plano, cada movimiento de cámara, cada entrada de actor, cada efecto de sonido debe ser encauzado para que al día siguiente todo fluya por donde debe. Roberto va y viene con el guión bajo el brazo y habla con unos y otros. “Te voy a dar el titular: la televisión es un coñazo”, se queja. Es mentira. Luego, de cañas y tapas por el casco viejo de Santiago, reconocerá que tiene el mejor empleo del mundo: dos días de trabajo por semana, cinco meses por año y el dinero suficiente como para emplear a su antojo el resto del tiempo.

El circo comienza y, al compás de “es una lata el trabajar”, el estereotipo Tonecho entra en escena. Sin pijama ni gorra, con unos vaqueros de Unico, una camiseta roja y una sudadera de rayas negras y grises, la voz se basta y se sobra para convertir a Roberto en el túzaro cincuentón que revienta las audiencias de la TVG. Sentado en la sombra, a veces me siento un poco gilipollas: soy el único que se ríe con las ocurrencias de estos tipos porque el resto ya conoce el guión, que mezcla la chabacanería inofensiva con gags del cine mudo y clásicos de los payasos.

El ambiente general del equipo parece sano, con predisposición a pasarlo bien. No hay tensiones serias en las tres horas de ensayo. La relación de Roberto con Víctor Fábregas, Tucho, parece instalada entre la cordialidad y el respeto, una amistad sin alharacas. “Nos llevamos bien, aunque cada vez más hay que respetar los tiempos de cada uno. Además, tanto él como yo tenemos nuestros propios proyectos. Pero si todos los matrimonios tuvieran tanto que perder si se separaran como nosotros, seguro que no habría divorcios”. Roberto es directo y sincero, un conversador paciente y entretenido y con un sentido del humor sin aspavientos, mucho más natural que el que la gente que le asalta por la calle le supone. “La gente no me molesta, al revés. Creo que ahora no sería capaz de volver a hacer algo que no tuviera repercusión pública”, reconoce. Y acota: “No entiendo a esos que dicen que la fama no los va a cambiar, que son los mismos. A mí me ha cambiado. No digo que si eres buena persona vayas a pasar a ser un imbécil, o al revés. Pero si eres un poco imbécil, la fama puede hacer que lo seas del todo”. A él, tantas veces prejuzgado ahora, le ha servido para evitar prejuzgar a los demás. "Nos podemos equivocar tanto..."

Es un tipo presumido, amante de los complementos y con un rostro con personalidad, aunque no diría que guapo. Riquiño, pondrían en los folletos del Gadis. El pelo tiende a la tonsura natural, las pestañas son largas y caídas y la nariz queda situada tras duras negociaciones entre la del teleñeco Gonso y el actor francés Jean Reno. Tampoco es que ponga mucho empeño en la discusión: “Estoy en una época en la que estoy abierto a todo, sin radicalismos. Es fácil hacerme dudar. La libertad es simplemente el derecho a poder equivocarse".

En realidad, lo que se dice empeño, no lo pone en nada. De natural perezoso, incluso para una de sus pasiones, escribir, reconoce que si sólo pudiera hacer una cosa en su vida, elegiría jugar al tenis. No es coña, se gastó una pasta en acudir a las dos últimas finales de Roland Garros y ahora tiene el ojo puesto en la de Wimbledon. Ex jugador de baloncesto, suple el "aburrido" Breogán con algún viaje a Estados Unidos para ver partidos de la NBA, muchos menos de los que quisiera. Digo yo que tanto le da, porque es seguidor de los Sixers.

Roberto Vilar es básicamente un hombre con motivos para ser feliz y la voluntad decidida de serlo. Para ello practica todos los días haciendo largos en una piscina de placidez contagiosa. Si se conforman con reír, enciendan la tele. Si prefieren vivir, sintonicen a Roberto.

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