En Oaxaca, con todos ellos

LE PEDÍ LEONARD COHEN al camarero de La Farola, y el muchacho se subió a una especie de púlpito para ponerlo...

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LE PEDÍ LEONARD COHEN al camarero de La Farola, y el muchacho se subió a una especie de púlpito para ponerlo, y vi en la pared el recuerdo de Malcolm Lowry, en el bar que él llamaba El Farolito, el que describe en ‘Bajo el volcán’ aunque lo sitúa en Cuernavaca, yo creí que ese café ya no existiría pero quise buscarlo pese a todo, y una vieja me dijo que sí existía junto al mercado Juárez, y entramos Consuelo y yo entusiasmados, y ella se puso a bailar en el salón grande al ritmo de ‘Lobo hombre en París’ y sacó a una mujer a bailar, y pedí un mezcal, y me acordé de ‘Oscuro como la tumba donde yace mi amigo’, el libro en que Lowry cuenta las dificultades para publicar ‘Bajo el volcán’, y cuenta que se dirige por todo México hacia Oaxaca para ver a su amigo Fernando, el hombre que una vez le dijo en un bar: «No esté triste, está usted en Oaxaca», y no para de hablarle a su mujer del amigo mítico, y cuando llega resulta que el amigo está muerto, pero en México también los muertos están vivos, y el libro tiene desolación, desgarramiento, la incomunicación insoluble de un gran escritor al que no entienden, y se pasa todo el tiempo bebiendo igual que su cónsul, y quiere en el México trágico quemar todos sus cartuchos de vida como el cónsul, entre el mezcal y los muertos y los volcanes y los indios y las ruinas zapotecas.

Salí a la calle para buscar el hotel Francia donde se alojaba otro vitalista trágico, D.H.Lawrence, preguntamos aquí y allá, y por sorpresa me encontré la casa natal de José Vasconcelos, el autor de la autobiografía embriagadora ‘Ulises criollo’ que inventó «la raza cósmica» e hizo una metafísica de México, y resultó que el Hotel Francia ahora se llamaba Hotel Colonial y se entraba por otra calle, y un camarero nos dijo que en el vestíbulo estaba hace años el café Lawrence y mucha gente llegaba preguntando por él, y su habitación daba a una esquina del corredor asomado al patio, y me acordé de ‘Mañanas en México’ donde habla de que los indios con sus danzas místicas están más allá de la Historia a nivel cósmico y no saben nada de medir el tiempo o de compartimentarlo o de controlarlo, y ve en ellos el dinamismo trágico que busco en ‘La serpiente emplumada’ en el lago Chapala cerca de Guadalajara, y pensaba buscar la casa donde vivió más tarde en la calle Pino Suarez, aunque no sabía el número, y cuando me marché en taxi hacia la estación el ultimo día recorrí toda la calle Pino Suarez de casas bajas y enrejadas y sentí que él estuvo por allí sintiendo ese fervor.

Y di vueltas por Oaxaca, vitalista y trágica y creativa y convulsa, había galerías de arte por todas partes, estaba el perro que quiere comerse la luna de Rufino Tamayo, estaban los indios metafísicos y surrealistas de Rodolfo Morales, estaba una norteamericana que montaba con telas y luces una celebración de los muertos en la biblioteca pública, y todas las casas bajas de colores animados y rejas apasionadas, y la catedral de Santo Domingo que destaca en el mundo entero con sus torres atrevidas y sus techos cubiertos de oros y árboles genealógicos y santos contorsionados, y estaban los indios con sus puestos, y estaban los estudiantes que protestaban con sus pancartas y sus campamentos urbanos, y estaba la facultad de Derecho en cenizas porque unos estudiantes no querían al rector, y había iglesias movidas por todas partes, y estaba la iglesia de la Soledad cuya fachada parecía una fiesta de santos refinados, y había procesiones de niños vestidos de revolucionarios o de piratas, y estaban los muertos elegantes bailando en los balcones y en las puertas, y me puse a buscar el café Comala donde iban los admiradores de Juan Rulfo, y ya no existía, pero sí existían los rostros secos y solitarios de las montañas que el fotografió en su libro ‘Oaxaca’, y fotos hondas e intensas como las suyas en el Centro de la Fotografía Álvarez Bravo, con ideas locas como los «monumentos editados» del chileno Andrés Durán que transformaba estatuas de próceres, había que inquietar a los próceres dormidos e inmóviles, había que hacer vibrar todo en esa ciudad que no deja de vibrar, esta capital cultural y telúrica de México donde refluyen todas las influencias.

Y volví a la iglesia de la Soledad y me acordé de ‘Nuestra señora de la Soledad’ de Marcela Serrano, y pensé en esa mujer que de pronto desaparece y la buscan por todas partes y una detective la encuentra con el rostro cambiado y con otro nombre en Oaxaca viviendo el amor y la fantasía y la soledad y el sueño, igual que esa Virgen de la Soledad que apareció en una roca al pie de la iglesia y simboliza todo el dramatismo vivo de México, simboliza esta ciudad que en 2006 se hizo independiente por unos meses, que no se sujeta a nada, que patrocina todas las rebeldías, y es antiturística, y tiembla de vida y no quiere ser convencional en ningún momento, y asombra siempre, y entré en el Teatro Alcalá de una fuerza alucinante que tiene buhardillas airosas y palcos asombrosos como la Ópera de París, y allí vimos una película emocionante sobre Salvador Allende realizada por su nieta, y sentí que en esa ciudad rebelde y artística y descarada y sin concesiones tenían que sentirse a gusto los escritores de medio mundo, los que querían conectar con el dramatismo de México.

Cuando tardábamos tanto en llegar en autobús desde San Cristobal de Las Casas, y la deseábamos en la noche, yo dije: Oaxaca no existe, es un mito, es una leyenda, pero al final sí que existía torrencialmente, y asombraba continuamente, y nos daba monumentos de primera fila a cada instante, y un bullir por todas las esquinas desde las aceras altísimas hasta los pavimentos adoquinados, y los alebrijes, los seres fantásticos de Oaxaca, estaban en las tiendas con todas las formas y todos los colores, como para animar nuestros sueños mientras tomábamos mezcal, los alebrijes cogían a los escritores y los artistas por las ingles y les hacían conectar sin rebuscamientos con la vida, a Juan Rulfo le hacía descubrir a sus seres callados y solitarios, a D.H. Lawrence le inyectaban esa vida que siempre deseó desesperadamente porque tenía tuberculosis, a Malcolm Lowry le hacían buscar el carnaval y la muerte para caer viéndolo todo, a Antonio Costa Gómez, este escritor extraviado, que no sabía cómo expresar los límites de la vida, le daban nueva furia.

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