En la puerta del bar moderno

TODAS LAS mañanas sacan sus taburetes minúsculos y los plantan frente a la cristalera del bar más moderno de la calle. Empiezan entonces a hablarse a gritos y con grandes pausas, como para dejar que las palabras crucen los diez centímetros de aire que las separan y entren en los ancianos y sordos oídos de sus vecinas de toda la vida. Se abanican sin ganas, comen mandarinas que sacan de los bolsillos del pijama y ven como en su reducto pekinés comienza otro día.

Todas las mañanas, la camarera del bar llega del metro y sortea a las ancianas empijamadas para abrir la puerta del bar. Coloca las sillas y abre las cristaleras para ventilar. Enciende la cafetera, que es un artilugio que ninguna de las mujeres que habitan su entrada tienen ni tendrán, y espera la llegada de los primeros clientes.

Y todas las mañanas, cuando cree que las señoras ya han llegado al límite de sus cuotas de ocupación de vía cambia el jazz básico que suele poner, el tipo de jazz que suena en bucle en Massimo Dutti, que no emociona pero tampoco molesta, por la música electrónica más contundente. A los cinco minutos ha logrado su objetivo. En parte. Las ancianas empijamadas recogen sus taburetes y se plantan al otro lado de la vía, las tres en fila, como esperando el bus, mirando a las cristaleras mientras parlotean y hacen pausas dramáticas.

Imagino que la ‘gentrificación’ es eso: mirar la esquina de tu calle que, por media vida o una vida entera, conoces como si fuera tu habitación infantil, de la que se recuerda cada flor del papel pintado, cada raya de rotulador sobre la mesa, y ver a cambio un paisaje exótico. Tú no has ido a ninguna parte pero el mundo ha venido a ti. Y qué mundo.

En el caso de un hutong pekinés, las opciones son escasas. Si otro mundo ha llegado es el del comercio y la hostelería para turistas y modernos. No solo para ellos, pero fundamentalmente para ellos. Difícilmente verás a un chino de más de cincuenta años en uno de esos locales. Dentro, se entiende. Porque lo que es fuera es de lo que más ves, chinos que son como la historia de su país: milenarios.

No puede ser fácil vivir en un hutong porque esos barrios tradicionales pekineses, que cuando ves arreglados o en el típico recorrido para turistas son encantadores, con tejados puntiagudos como pagodas, portones rojos y dragoncillos dorados aquí y allá, esconden viviendas humildes, la inmensa mayoría de ellas sin baño propio. Muchos vecinos añadieron a su casa una ducha con el tiempo, generalmente en el patio; menos, el aseo. Personas con gorro de lana y abrigo sobre el pijama, rollo de papel higiénico en mano, son una estampa típica de invierno. ¿Quién va a vivir así sino los que lo llevan haciendo toda la vida? Por supuesto, hay jóvenes también, pero hay más milenarios a los que les gusta ver el mundo pasar sentados frente a su puerta. O frente al bar de moda que antes fue la puerta de alguien.

El ansia constructora acabó con muchos de estos barrios. Suponían demasiado terreno y demasiado céntrico como para ignorarlos y no fue difícil convencer a sus residentes, por más que hubiera quien se resistiera. Normalmente, vas a junto de alguien a quien el frío le entra por todas las rendijas y que tiene que salir al patio o a la calle para orinar y no resulta demasiado complicado que se decida a cambiártelo por un piso con ascensor y calefacción central.

Los hutong que quedaban han ido, poco a poco, convirtiéndose en el reducto de lo alternativo, primero; y de lo que se vende como alternativo sin llegar a serlo ni de lejos, después. El proceso de ‘gentrificación’ no ha llegado al punto en el que los residentes hayan tenido que marcharse, empujados por tiendas demasiado caras o con productos que no son los que buscan, alquileres desproporcionados, servicios a los que no pueden acceder. Al menos, no ocurre en todos, no en este.

Las señoras empijamadas pueden comprar comida en el comercio al lado del bar moderno sin problema, es tan milenario como ellas mismas. En otros barrios, sus vecinos ya no podrían encontrar en toda la calle un solo local que reconozcan. Deben salir para hacer la compra. ¿De qué les sirven a ellos las pizzas, spas y hasta puestos de churros, una importación española que arrasa? ¿Dónde comprar cebollinos o huevos o harina de urgencia para un plato que ya casi se tiene al fuego?

Al caer la tarde, las señoras milenarias, aún en pijama (o ya en pijama, según se mire) se recogen como gallinas. Otros bares y sus clientes toman las calles y ahí sí, se borran los rastros del Pekin que fue y llega el Pekin que acabará siendo. A la mañana siguiente, impertérritas, salen de nuevo a luchar su cacareante batalla por la conquista del espacio. Con el bolsillo del pijama a reventar de mandarinas, que para la guerra hace falta coger fuerzas y el verano no dura toda la vida.

(Publicado en la edición impresa el 6 de septiembre de 2014)

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