En Egipto callan las leyes

Más de veinte siglos han transcurrido desde que en Roma -fue al parecer Cicerón- escribió que ‘silent enim leges inter armas’. «Las leyes callan entre las armas», lo que se ha formulado también de forma elocuente: «cuando hablan las armas, callan las leyes».

Y eso pasó estos días en Egipto. Y no solo porque se suspendiera la Constitución, que en alguna medida recogía postulados del islamismo. También porque hoy y mañana podrían limitarse las libertades, y porque la Ley deja de ser lo que puede ser invocado con esperanza de éxito, para que ampare los derechos. La situación de excepción pone en crisis todo eso, o puede ponerlo, en los términos que el legislador de excepción entienda que conviene (suposición positiva), o le dicte su capricho (posibilidad negativa).

Los romanos sabían de eso, porque no hay que olvidar el determinante protagonismo de las legiones en la promoción de emperadores, y en el fin de sus reinados. Y significadamente el papel de los pretorianos en la suerte de los césares.

Hay que preguntarse si veinte siglos no han eliminado la posibilidad de que haya intervención armada de los ejércitos en el curso de la gobernación de los pueblos, y hay que decir que no. Es más, como la fuerza es un componente ínsito en la naturaleza humana, forma parte y lo seguirá haciendo siempre, del catálogo de opciones de los que el poder dispone y dispondrá. Y así debe ser. Lo que sucede es que siempre será posible hacer uso de la fuerza para fines distintos de aquellos para los que se ha previsto, pudiendo hacerlo no solo el que gobierna, sino también quien la tiene en sus manos.

Las armas son el último argumento, o si lo prefieren el primero que no puede ser discutido, o de serlo ha de ser con su misma substancia, esto es, con las armas también.

Sin embargo, hay que reconocer que algún efecto ha tenido la evolución de la humanidad, y que la intervención armada pretende en la mayoría de los casos justificarse. La fórmula suele ser la de concluir con una deriva rechazada por la mayoría popular y enderezar el rumbo. Claro la pregunta brota inmediatamente: ¿quién ha encargado a las Fuerzas Armadas que sean vigilantes del rumbo? ¿En qué medida la apreciación de los ‘mílites’ es la de la mayoría o la correcta? No hay que esforzarse porque no hay respuesta a eso, o peor, es irrelevante la que se pueda dar.

Sí es importante que las democracias cuiden de conformar unas fuerzas armadas que sintonicen de verdad con los valores en los que se funda la vida democrática. Pero no podemos dejar de lado que, en último término, los militares velarán comprometidamente por esos valores, y el estilo militar es incompatible con las componendas interesadas.

En fin, confiemos en que en la tierra de las pirámides por fin llegue la luz de la libertad, sin sombras ni tutelas de fundamentalismo alguno. Y que pronto vuelvan a hablar sus musas, que, por cierto, también suelen ser silenciadas por el ruido de las armas.

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