Elogio de la ingenuidad

«COMO TODAVÍA soy un ingenuo...», con énfasis claro en el todavía. Había pesar en esa carta al director con semejante encabezamiento y también cabreo. Concentrado en ese adverbio estaba el lamento del que cree que las cosas se van a hacer bien para darse cuenta de que no y el reproche del que afea al otro que, por su culpa, va a dejar de confiar y a esperar lo peor. Va camino de convertirse en un cínico, que es una vía muy transitada estos días.

Parece que queda bien estar de vuelta de todo y, sin embargo, hay ingenuos que luchan por quedarse ahí y otros que miran con envidia ese lugar y hacen lo posible por volver a él, aunque sea a ratos. Los niños lo hacen cuando colocan miradas vacunas sobre un señor con cara embetunada que pretende hacerse pasar por Baltasar: no les cabe ninguna duda de que a un negro de verdad no se le caen chorretes de maquillaje por el cuello, y sin embargo, se sientan en sus rodillas y le susurran al oído sus ansias de Playstation. Ay, si cuela.

Al igual que ellos, que escriben cartas a Oriente, otros escriben cartas a Londres. Al número 212B de Baker Street llegan cada año desde hace muchos unas 700 dirigidas a Sherlock Holmes. Cuando Conan Doyle empezó a publicar las aventuras del detective el número ni siquiera existía y la calle acababa en el 100, después de su muerte se alargó y un banco (hoy propiedad del Santander) se instaló allí. Durante décadas, ese banco empleó a alguien para atender esa correspondencia. Verdaderamente, hay trabajos curiosos.

Ahora las recibe el museo dedicado al escritor, porque siguen llegando. Me entusiasma el detalle. En este cínico y agotado momento nuestro, algunos dejan de navegar por internet donde leen la enésima noticia sobre corrupción, dejan de pensar en cómo puede ser que todos los finales de mes sean tan angustiosos para ellos y tan imperceptibles para otros, dejan de concluir que todo es un asco y nada va a cambiar y rebuscan en su mermadísima ingenuidad para usar una poca en escribir a un detective que jamás ha existido, cuyo autor lleva décadas muerto, en una dirección ficticia y preguntarle cosas como por qué su adicción a la cocaína o si lo suyo con Watson es amor romántico. No me digan.

Hay algo de supervivencia en ese uso controlado de la ingenuidad. Quién aguanta en pie en un mundo permanentemente cínico y sobrado. Es extenuante. Quizás por eso volvemos una y otra vez a los tópicos, muchos de ellos nos apaciguan el ánimo y nos ayudan a creer que todo va a ir bien o al menos que va a ir como conocemos y no por vericuetos indescifrables. Nos hacen regresar a la zona de confort, una idea que fue novedosa y ahora, de manida, ya es tópica también.

Después de que los árboles se volvieran literalmente locos con el veranillo y no supieran si enrojecer o seguir verde clorofila, si desprenderse de la hoja o retenerla con fuerza ya se están dejando ir, al fin. Fue, creo, un período confuso para ellos. Y para todos. En algunas plazas se podía ver, entre árboles de la misma especie, un catálogo de todos los estadíos de maduración, de todos los de desnudez, con unos remisos y otros ya totalmente entregados. En esas mismas plazas, la gente dudaba entre salir a por setas o terrazear en mangas de camisa.

Ahora no, ahora ya estamos instalados en los temporales y en el resto de tópicos de la temporada. Los parques ya tienen alfombras de hojas crujientes, listas para ser pisadas, y suena la banda sonora de los erizos al caer, que tocan el suelo con un ruido diferente al de cualquier fruto, gracias a su acolchado. Que no pasemos el día entero completamente indignados, planeando el linchamiento de tantos que han pasado años representando la ficción de un trabajo público con un solo fin: poder seguir haciéndolo mucho tiempo para no dejar a medias las cuentas en Suiza o las Caimán es un milagro. Gracias a que aún somos un poco ingenuos, la vida sigue con todas sus preciosas pequeñeces.

(Publicado en la edición impresa el 8 de noviembre de 2014)

Comentarios