El precio de pasear por el cielo

SI ESCUCHÁSEMOS que la gestión del presidente de un club de fútbol ha derivado en una deuda de 160 millones, el yugo de la ley concursal con sus correspondientes administradores e incluso el riesgo de desaparición de la entidad, lo primero que pensaríamos es que este hombre apenas podría salir a la calle en su ciudad sin enfrentarse a todo tipo de improperios y hasta amenazas. Y mucho menos imaginaríamos que en su partido de despedida se atreviera a bajar al césped para recibir una placa, puesto que, como mínimo, una pitada de dimensiones colosales estaría asegurada. Nada de eso ha sucedido con Lendoiro, quien sobre la hierba de Riazor, ante más de 20.000 personas, se llevó en su adiós los aplausos de la inmensa mayoría y el silencio del resto, pues ni siquiera tuvo que oír silbidos. La magnitud de lo conseguido por el equipo durante al menos una década de su mandato pesó más que la precaria situación actual. Por una vez el fútbol tuvo memoria, y el deportivismo supo mostrar gratitud hacia quien propició que fuera real aquello que ningún aficionado blanquiazul pudo siquiera atisbar en sus mejores sueños.

A millones de años luz estaba el conjunto coruñés de ser Superdépor cuando Lendoiro llegó a la presidencia en 1988. Por entonces, el club herculino llevaba nada menos que tres lustros sin pisar la Primera División, y en ese periodo había visitado el infierno de Segunda B e incluso el de Tercera. La deuda era casi inasumible para aquel momento, casi 500 millones de pesetas de la época, y el equipo se había librado de un nuevo descenso a la categoría de bronce en el último segundo de la temporada anterior. Solo tres años después se producía el ansiado regreso a la máxima categoría, con lo que se colmaban las expectativas de gran parte de los seguidores.

LUCHA DESIGUAL

Pero el ambicioso Lendoiro no se cansaba de repetir que «de los cobardes jamás se escribió nada importante, y el Deportivo no es un club cobarde». Con imaginación, riesgo, una plantilla formada en su mayoría por jugadores que quedaban libres y dos brasileños emergentes -Bebeto y Mauro Silva-, se atrevió a empezar a mirar de frente a Real Madrid y Barcelona en una lucha desigual, con presupuestos hasta diez veces inferior al de los dos grandes. Fue el inicio de una década mágica, con logros impensables: una Liga, cuatro subcampeonatos, dos Copas del Rey -incluida la del Centenariazo en el Bernabéu- y tres Supercopas. Pero además dejó resultados para la historia en la Champions, como los increíbles triunfos en fase de grupos ante Bayern Múnich, Manchester United o Arsenal, en los tres casos como local ¡y a domicilio!, o haber apeado a la Juventus en una eliminatoria de octavos de final ¡derrotándola en los dos encuentros! Y, por supuesto, la remontada en cuartos de final frente al Milán del mejor Shevchenko y el mejor Kaká, con aquel memorable 4-0.

La anomalía de los éxitos blanquiazules, extendidos durante tantas temporadas, es de tal calibre que no tiene parangón en el fútbol contemporáneo. En España nos parecería una utopía que clubes como Valladolid, Murcia, Oviedo o Rácing de Santander, por ejemplo, se acercaran siquiera a las cotas alcanzadas por el Deportivo, y eso que en algunos casos estos equipos representan a capitales con más habitantes que A Coruña. La historia reservaba para estas entidades de tamaño medio un lugar secundario, casi anecdótico, hasta que apareció Lendoiro, convencido de que era posible interpretar un papel protagonista. Y de qué manera.

La masa social blanquiazul ha asumido en su mayoría que la actual situación económica es el precio a pagar por haber llegado hasta cimas a las que el club no estaba llamado, pero pocos dudarán de que ha merecido la pena con creces, incluso aunque el club se viera abocado a una refundación. Al final, el fútbol son emociones, ilusiones, resultados para el recuerdo, y el deportivismo puede presumir de esa sensación, tan infrecuente, de que este juego le ha dado infinitamente más de lo que pudo soñar.

Por supuesto que hubo errores en la gestión y alguna contratación inexplicable en este cuarto de siglo, pero no fue precisamente el derroche lo que caracterizó la era Lendoiro. Al contrario, quién no recuerda esas reuniones en el Playa Club que comenzaban cerca de la medianoche y en ocasiones finalizaban bien entrada la mañana del día siguiente, con el objetivo de agotar al representante del jugador o del club en cuestión para tratar de abaratar una operación. El ya expresidente se ganó una merecida fama de hábil y durísimo negociador, y de defender con uñas y dientes los intereses blanquiazules. No nos engañemos. El endeudamiento es un mal generalizado de este fútbol enloquecido de sueldos y traspasos exagerados, sospechosas comisiones y un mercado totalmente inflado en el que hay que entrar para no quedar descolgado. Y no olvidemos que casi una treintena de clubes se ha acogido a la ley concursal antes que el Deportivo, la práctica totalidad sin haberse siquiera acercado a los éxitos del conjunto gallego. Incluso el Barcelona reconoce una deuda de 230 millones y hay quien sostiene que la del Real Madrid asciende a 540 millones, después de que ya rozara la quiebra técnica antes de la recalificación de su antigua ciudad deportiva. Comparativamente, no parece que la gestión de la entidad coruñesa haya sido tan desastrosa. Además, a la vista de lo sucedido con tantos equipos, nadie puede garantizar que con un proyecto menos ambicioso la situación económica sería ahora más holgada, ya que los ingresos también habrían sido menores que los propiciados por lo obtenido sobre el césped, como los procedentes de derechos de televisión o los premios derivados de las participaciones en la Champions.

SENSATEZ

Cualquier deportivista sensato ya sabía, durante el apogeo del club, que se trataba de una situación tan anormal como pasajera y que había que disfrutarla mientras durara. Porque los plazos de la deuda y los intereses que la hacían crecer año a año terminarían estrangulando inevitablemente a la entidad, que ni siquiera era dueña de un estadio con el que especular. Y los sensatos han predominado en la afición blanquiazul, que vivió con naturalidad los días de vino y rosas, y con estoico realismo el viaje de regreso a la Tierra. No hubiera sido descabellado pensar en un abandono del equipo a su suerte por parte de unos seguidores acostumbrados al caviar durante años. Sin embargo, el Deportivo tiene más de 20.000 socios en Segunda División y en algún partido se citan 30.000 espectadores en Riazor, lo que equivaldría a más de medio millón en el Bernabéu o el Camp Nou. Cuando Lendoiro llegó a la presidencia, rara vez acudían más de 8.000. Esto también es su legado.

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