El ostracismo hipnótico

TODA ESA GENTE que se pasa el día haciendo cosas interesantes, agobiada porque la vida le parece corta, es para matarla. En realidad, la vida nunca resulta tan larga como las tardes en las que no haces nada, y te aburres melancólica y lentamente. A veces hay que aprender a decir «no» a una empresa tentadora y arrojarse a los brazos del tedio. Juan March, pensando que Julio Camba no sabría rechazar una oferta así, arrebatadora y locuaz, en su día le propuso al periodista influir para que considerasen su ingreso en la Academia de la Lengua. «¿Académico de la Lengua?», preguntó Camba asustado, casi con asco. «Prefiero que me compre usted un piso», le confesó. La RAE, con sus miembros egregios envueltos en disquisiciones apasionantes sobre un participio, no era la clase de sitio para alguien como Camba. En el fondo, March lo sabía, y aunque rechazó comprarle un apartamento, le pagó de por vida una habitación en la última planta del Palace. En uno de sus artículos londinenses, el columnista lo admitía abiertamente: «Yo no soy capaz de un esfuerzo continuo; sí lo soy de un esfuerzo intenso. En vez de trabajar en frío y sin interrupción diez horas seguidas, como una máquina o como un inglés, yo concentro todas mis energías en una hora fecunda, y la resultante es igual. Allá, en España -le decía a un colega británico- hay años que no está uno para nada».

Me gusta vivir sin saber qué voy a hacer esta tarde, a eso de las seis. Eso si hago algo. Me ponen nervioso las personas que perseveran en hacer cosas, como si fuesen alfareros, así sea sábado a las seis de la tarde. No es que yo sea un psicópata, o algo por el estilo, al que le gustaría rascarse los huevos aburridamente. Aunque algo de eso hay. Pienso en el comienzo de ‘Extraños en un tren’, cuando Bruno Anthony aborda al famoso tenista Guy Heines, con quien comparte vagón, y le declara su admiración: «Lo he visto ganar contra Faraday la temporada pasada. Entró en las semifinales, ¿no? Realmente admiro a la gente que hace cosas», dice. El apuesto Guy se resta méritos. No fue para tanto. Pero Bruno insiste: «Debe ser excitante ser tan importante». A lo que su interlocutor responde que un jugador de tenis no es nada del otro mundo. Bruno, que al contrario que yo sí es un psicópata, zanja el asunto con una confesión atroz: «La gente que hace cosas es importante. Yo nunca hago nada».

A veces, mientras averiguo si podría hacer algo, me aburro como una ostra. Es hermoso descartar una a una las ideas que se te van pasando por la cabeza para abandonar el hastío. El aburrimiento te ayuda a recordar que la vida no se acabará nunca, como en la infancia. No entiendo a la gente que necesita vivir a todas horas una experiencia única, aunque solo se trate de colgar un cuadro en la pared. Precisamente me gusta sentarme en el sofá y decirme, tratándome de usted, «coño, qué bien quedaría un cuadro en esa pared, ¿no le parece?». Tú miras la pared de arriba abajo, como si estuviese desnuda, en tacones, y finalmente arrojas un jarro de agua fría sobre la conversación: «Tal vez un día de estos, querido». No conviene precipitarse. Todo tiene su momento preciso, en el que encaja como una pieza de puzle. Agujerear una pared es una cosa muy seria. Necesitas tacos, alcayatas, taladro, brocas, un nivel, un metro, seguramente media caja de cervezas, y cuando al fin reúnes todo el material, aún tendrás que encontrar las ganas. El aburrimiento es, en esencia, una suspensión de la voluntad, algo así como una ataraxia, un ‘ahora detenido’ en el que no hay nada que hacer, salvo dejar que la Tierra se mueva normalmente en su órbita. Es hermoso.

Antes de tomar la decisión de hacer algo con la pared, o con la vida, deseas saborear este momento vacío y blando que se abre ante ti, desmayado en el sofá, o mirando por la ventana cómo tu vecino tiende ropa: un pantalón, una sábana, un trapo, un sujetador, un mantel. Algunos días, mientras agoniza la tarde, como una hormiga a la que intentas quemar con una lupa, eres feliz escuchando el goteo del grifo de la cocina, mortalmente aburrido.

Me pregunto cómo dios santo se puede militar en contra de un ostracismo así, pasajero e hipnótico, como esas noches que, de pronto, adviertes un gran desierto a tu alrededor, mientras le apuntas con el mando de la televisión. No encuentras sosiego en ningún canal. Vas de uno a otro como si buscases una cantimplora de vodka en el desierto. Pareces sonámbulo, y levemente idiota. Son minutos muertos, aburridos, en los que haces prospecciones en noventa canales, hasta que concluyes que la vida es un rollazo, apagas y te vas a la cama. Por hoy no cabe más felicidad.

Comentarios