El mundo se acaba... poco

Acojonadito lo tenemos
photo_camera Acojonadito lo tenemos

POR SI NO tuviéramos bastante con la situación que arrastramos, ahora viene la Nasa a quitarnos la ilusión que teníamos con la profecía maya del fin del mundo, previsto para el próximo 21 de diciembre: ni colisión de planetas, ni agujeros negros, ni explosiones solares ni un mal asteroide errante con el que alimentar nuestro pánico. Qué decepción, con la falta que nos hacía un buen fin del mundo, con sus olas gigantes y sus llamas purificadoras, todo llanto y crujir de dientes.

Yo había empezado a convencerme con esto de los mayas, porque los signos eran muchos y alarmantes: la sombra de un eclipse lunar recorrió una franja de la Tierra que iba de Kosovo a India, a la vez que la constelación de Capricornio tomaba contacto con la de Aries y juntas formaban una espectacular cruz en la que Andrómeda relucía como el jueves de la Ascensión, o algo así. Los pelos como escarpias, vamos.

Pero es que hay más, y sin trampa ni cartón: el día 21 es el próximo viernes y me toca librar, y siempre que libro tiene que pasar algo que me joda el día, lo mismo una gripe que una reunión de vecinos que un fin del mundo. Vale que el resto pueden ser casualidades, pero está claro que esto es definitivo. Y casi mejor, porque el trajín de ese día en el periódico puede ser de locura; ya me imagino al director fuera de sí, dando órdenes desaforadas: «tú te vas a O Ceao a ver cómo se está viviendo el cataclismo en las empresas» o «llama por teléfono a esta señora de Abadín, que ya vio un fin del mundo en el 63 y dice que este no es nada en comparación con aquel». Un no parar.

Pues nada, ahora llegan estos listillos de la Nasa y nos dicen que las profecías mayas tienen el mismo valor que las predicciones económicas de Luis de Guindos, y que el mundo va a seguir el día 22 igualito que ahora, caminito de su segura destrucción pero a pasitos dolorosamente cortos. Es lo que tienen los científicos, que son unos aguafiestas.

Bien es cierto que si nos hubiéramos fijado mejor había signos que nos tendrían que haber hecho desconfiar antes. Por ejemplo, Iker Jiménez había firmado con Cuatro la temporada completa de ‘Cuarto Milenio’, y acaba de inaugurar una exposición en Madrid; si él, con la predisposición que ha tenido siempre este hombre, no estaba por extinguirse de momento, pues ya me dirán. Y en una de las páginas web que alertaban del desastre inminente vendían participaciones de lotería para el sorteo del día 22; aunque tenían recargo, así que puede ser el modo que había elegido una de esas sectas apocalípticas para financiarse la compra de un arca o de una nave espacial, y a lo mejor hasta el número era falso porque estaban seguros de que no había manera de que tocase.

Lo que sí es probable que se termine el día 21 es el negocio que un montón de listos se han montado a cuenta de los mayas y sus calendarios, aunque seguramente los científicos de la Nasa nos dirán, con más razón que un santo, que tampoco. Porque la superstición es algo inherente al ser humano, que deriva de su primigenia necesidad de trascendencia y de un ombliguismo patológico que le impide verse a sí mismo como lo que es: una especie dominante más entre las muchas que ha habido a lo largo de la evolución, e igualmente destinada a la desaparición para dejar paso a otras.

Lo único que realmente puede diferenciarnos de esas otras especies dominantes es que hemos desarrollado unas aptitudes que nos permiten adelantar nuestra desaparición por nosotros mismos, sin necesidad de alineaciones cósmicas. Somos perfectamente capaces de provocar nuestra propia extinción sin ayuda externa, y de disfrutar mientras lo hacemos.

Pero como la cosa va de profecías, yo, como un sacerdote que adivina su futuro leyendo sus propias vísceras, voy a lanzar dos: el próximo viernes no se acabará el mundo más de lo que se acaba cualquier otro día; y, dos, el día 22 tampoco me tocará la Lotería. Si fallo en la primera, no estarán aquí para reprochármelo. Si fallo en la segunda, seré yo quien no esté para escuchar los reproches. En cualquiera de los dos casos, que la probabilidad reparta suerte.

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