El maestro inventado

LA TARDE EN la que murió García Márquez me di cuenta de que llevaba años, muchos, atribuyéndole una cita que no era suya. La siguiente: «La grabadora hace el oído vago».

Tenía que haber caído antes, lo admito, porque es un poco simplona, no tiene la evocadora sonoridad que suelen tener las suyas. Lees en alto una de sus frases, una cualquiera de sus novelas, y parece un festín, un menú completo que te deja exactamente satisfecho, con la dosis justa de cada cosa, un ingrediente que aparece en el plato llamado por el otro, casi por generación espontánea, solo hay que poner el primero y el resto va saliendo solo. Como esos restaurantes que te meten en el cuerpo el espíritu del cocinillas: esto lo hago yo en casa hasta que, mil lavaplatos que poner después y poco que servir, admites, esto solo lo hacen ellos. Pues eso, aquello solo lo hacía él.

«La grabadora oye, pero no escucha; repite -como un loro digital- pero no piensa; es fiel, pero no tiene corazón». Esta es la suya y es cierto, no hay comparación, pero quiero pensar que el sentido es similar.

He pronunciado mi cita inventada decenas, quizás cientos de veces, para justificar ante muchísimos entrevistados el exclusivo uso de bolígrafo y libreta. A no ser que se trate de una entrevista muy larga, que obliga a tomar notas ininterrumpidamente durante al menos cuarenta minutos, o puede que conflictiva, donde conviene guardar la grabación para que nadie sienta la tentación de desdecirse, yo también creo que la grabadora en vez de ayudar, boicotea al periodista. Te da la confianza de que todo se recoge y te coloca en ese estado de semirrelajación que se siente cuando el trabajo se hace, aunque no seas tú el que lo esté haciendo. Que se te va la bola, en fin, y dejas que se vaya. Para cuando te vuelve puede que la respuesta ya haya pasado, la réplica se te haya escapado, el detalle se haya evaporado. Tengo una concentración débil que necesita entrenamiento. La libreta se lo da y la grabadora se lo quita.

Son muchos los entrevistados que contemplan espantados la apertura del cuaderno con cara de «¿eso es todo?, ¿de verdad?» y contestan a la primera pregunta como si estuvieran proponiendo un dictado a un grupo de alumnos atrasados de Primaria, temerosos de que no llegue a captar el sentido de lo que dicen. Citar a García Márquez parecía ayudar. Es de una autoridad innegable aunque le vaya achacando citas inventadas. Buscando la suya original me encuentro que Talese asegura que, cuando le entrevistan con grabadora, puede ver perfectamente como esos periodistas están «medio escuchando». Quizás debiera citarlo a él también.

En este mea culpa aún queda lo peor. Sí, peor que inventarse una cita: inventarse una idea. A García Márquez le atribuyo una que, según he podido comprobar, jamás ha expresado así como yo creía. No digo que no la haya pensado, sino que si lo ha hecho no lo ha contado de una forma que a mí me permitiera saberlo. Esta es la conveniencia de pasar desapercibido, las ventajas de la invisibilidad.

La posibilidad de plantarte en la calle, en el meollo de algo que esté pasando, lo que sea, y poder mirar tranquilamente sin que todo el mundo se percate inmediatamente de que has llegado, de quién eres, de qué pretendes. Esto no lo puedes hacer si eres, por ejemplo, Hilario Pino. Y menos con un recuperado flequillo.

Pocas cosas hay tan informativas como estar donde no tienes que estar. Hace años llegué tan justa a un mitin del PP que toda la zona de prensa estaba ya ocupada y me senté junto a dos señores que habían venido en bus desde un concello de A Montaña para ver, más que nada, a Fraga. En una hora y pico hicieron un análisis micro y macro del país que me dejó turulata, salpicado de ejemplos personales de hijos, cuñados y nueras a los que había pasado de todo, de comparaciones con el pasado y de negras previsiones de futuro si alguien no hacía entrar en vereda a los despilfarradores del mundo. Los que intervinieron, de Barreiro a Feijóo o Rueda, merecieron todos un «que ben fala!», Fraga, varios. Hasta que llegó Cospedal, momento en el que parecieron mutar en dos veteranos socialistas, y negando con la cabeza durante todo su discurso, daban la puntilla a cada una de sus frases con «que saberás ti». Eso sí, al acabar su intervención se pusieron en pie con el resto del público y se quemaron las palmas aplaudiendo. Les pregunté por qué lo habían hecho si tan poco les gustaba. «Home, por educación. Xa que vén ata aquí...», dijeron.

Cuánto se aprende fuera del sitio y cómo haberlo sabido sin García Márquez, que enseña, incluso, a través de la invención.

(Publicado en la edición impresa el 3 de mayo de 2014)

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