El infierno en el cielo

YA ESTOY en el suelo, anunció un señor a mi lado a través del teléfono.

El suelo, qué maravilla. El suelo, sitio distinto. Desde luego, bien distinto al cielo. En el suelo, envidiamos a los jóvenes patilargos que cruzan nuestros pasos de cebra de dos zancadas y que avistan amigos dos calles más allá por encima de todas las cabezas que les preceden. Nada se interpone a su vista. El mundo parece suyo.

En el cielo, no. En el cielo, sin embargo, lo lamentamos por ellos, plegados como van en la clase turista de cualquier avión, encajados en asientos que parecen de juquete, que las compañías han ido encogiendo paulatinamente a lo largo de los años, reduciendo a cada poco la distancia con los delanteros y fomentando la locura.

Al principio parecíamos víctimas de esa tortura que Amelie aplica a su vecino: cambiar tus cosas a escondidas, como si encogieran cuando no las ves. El personaje con el peinado más difícil del mundo le sustituía las zapatillas por un número menos y nosotros delirábamos sobre la posibilidad de un crecimiento tardío, muy tardío, al notar que las rodillas nos chocaban contra el asiento de delante y los hombros, contra el señor del al lado. Pero no. Leo que en los ultimos diez a veinte años las compañías han reducido el espacio en turista, el único que yo ocupo, en un 30%. No solo la distancia entre asientos, entendámonos, también el acolchamiento de los sillones y, en algunos aviones destinados a trayectos cortos, hasta han eliminado la posibilidad de reclinarlos para que todo el hueco que se llene sea en vertical. Airbus logró que le incrustaran en un modelo de avión que solía tener 180 asientos, 189; que Boeing logró subir a 200 en otro muy similar. Para ese mismo, Airbus ya anda anunciando un nuevo ejercicio de colocación ‘sardínica’: 240 almas, o lo que vaya quedando de ellas a medida que avance el trayecto. El infierno en el cielo.

Bueno, el infierno ya es. Uno entra en el avión, contempla como los privilegiados giran a la izquierda, al verdadero cielo de la primera clase, y arrastra los pies hacia el fondo de la nave, dejando tras si a los repanchingados de bussiness, que reclinan los asientos a tu paso como quien te hace la ola.

Yo solo he visto una vez a alguien plenamente cómodo en turista y que no fuera un bebé en su cuna: una anciana vietnamita de tamaño reducidísimo vestida, como tantas, con esa combinación de camisa y pantalón de estilo pijama y estampados locos que suelen vestir. Al cuello, llevaba un cartel plastificado, probablemente escrito por sus hijos que la esperarían en el suelo de su destino y que decía en inglés: “Esta es una mujer vietnamita que no habla ningún otro idioma que no sea vietnamita; por favor, diríjase a ella en ese idioma”. La señora entró en el avión con pasitos calmados y, llegado al asiento que le señaló la azafata, se encaramó y plegó las piernas como un buda minúsculo. Cada vez que alguien la miraba o hacía el amago de dirigirse a ella agarraba el cartel y se lo plantaba frente a la cara como si fuese una tarjeta roja. Cuando la única azafata que hablaba vietnamita se le acercaba le sonreía con toda su cara de uva pasa y no pareció cambiar de postura en todo el viaje. En su caso, el asiento parecía ergonómico, comodísimo, hasta amplio. No he vuelto a ver un fenómeno parecido al de esa anciana diminuta.

Como la confraternidad es obligada, más vale que haya un mínimo entendimiento con la persona con la que vas a hacer no manitas, pero sí coditos y antebracitos, durante las siguientes horas. No es una cuestión de idioma, sino de objetivo similar: sufrir lo mínimo en el cielo infernal mientras no se llega al suelo. En mi último viaje establecí una fructífera alianza con mi compañero de asiento: un señor turco que no hablaba nada de lo que yo chapurreo, y al revés, pese a lo que puede que sea uno de los pasajeros más colaboradores con los que me haya topado. De las decenas y decenas de asientos de ese avión, los nuestros era los únicos en los que no se podía apagar el foco sobre nuestras cabezas, lo que daba al viaje un aire de tercer grado que aumentaba la habitual tortura. Me quejé en un idioma y él, en otro distinto, sin demasiado éxito. Cansado de los discursos inútiles, pasó a la acción: se colocó la toallita húmeda sobre los ojos y cada vez que pasaba una azafata levantaba los brazos al cielo y (creo) se lamentaba de su suerte, mientras me daba codazos para que replicase su teatrillo. Acabé poniéndome las manos de visera cada vez que él empezaba sus quejas, cubierto por la toalla y ofrecimos una escena tan patética que no tardaron ni cinco minutos en arreglarnos los focos.

Lástima no poder coordinarnos en el mismo idioma. A poco que nos esforzáramos hubiéramos logrado que nos pasaran a bussiness en un pispás. Más cerca del cielo en el cielo.

(Publicado en la edición impresa el 4 de octubre de 2014)

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