El hombre del tanque

SALÍ DEL METRO a la superficie y me encontré, otra vez, en un escenario de película: con ese punto de expectativas colmadas y de renuncia a la sorpresa. Ese día parecían haber contratado un cañón de humo que proyectaba niebla contra el cielo de Pekín, el mismo que había estado escupiendo esa especie de niebla que permite mirar fijamente al sol cuando está en lo más alto sin gafas ni mano por visera desde que había llegado unos días antes a la ciudad. La primera vez que pisé Tiananmen también hacía un calor mortal de agosto que llega a ti envuelto en partículas de contaminación que convierten el aire en denso y pesado, no una cosa en la que estás sino una cosa que atraviesas. Con esfuerzo.

La plaza es enorme y bastante fea, no esperaba otra cosa, una explanada de losa pulida con buena luz, pese al encapotamiento pekinés, por su suelo claro. Los chinos van a hacer volar cometas porque hay corrientes favorecedoras y a cumplir con las obligaciones de los buenos ciudadanos: ver a Mao y la Ciudad Prohibida. En el centro de la plaza, está encajado el mausoleo y, enroscada alrededor, una cola paciente de hombres y mujeres tostados, venidos de lejos para ver los restos del Gran Timonel. Ni esa ni otras veces entraré en el edificio, pero todo el que lo ha hecho me cuenta sorprendido qué pequeño resulta ser lo que queda de Mao, como si fuera un niño, y cuánto lloran algunas mujeres ancianas al verlo, de qué forma tan sentida se retuercen los dedos y se limpian los goterones de la cara como si estuvieran frente a un ser querido. Lo están, en realidad.

Cuando hayan dejado de rendir tributo al hombre cuyo retrato es el único que se ve en la Plaza, que todos los que estamos aquí llevamos plegado en la cartera en todos los billetes con los que verdaderamente se puede comprar algo, no en la calderilla, me empezarán a mirar a mí y al resto de occidentales que paseamos por allí. En cada foto de ese día tengo cerca a un señor o a una señora bajitos, vestidos muy humildemente, mirándome con la fascinación con la que se mira una planta exótica; también con un punto de temor, como si la planta fuera carnívora. En una foto, abro el bolso para buscar algo. Dos chinos curiosean sobre mi hombro a ver qué llevo dentro, haciendo turismo de interior. Mientras yo fotografío las farolas de racimo blanco que asoman por una esquina de la foto del hombre del tanque, la que ha entrenado nuestro reflejo pavloviano que hace que Tiananmen evoque el horror, ellos, completamente ajenos a esa vinculación que tengo en la cabeza, me fotografían a mí.

He visto muchas fotos de las protestas de Tiananmen, como todos. Muchas son bastante más contundentes que esas: jóvenes heridos, muertos, con la cabeza abierta y derramando sangre en el asfalto de su ciudad. Tan jóvenes, mucho más que lo que yo lo soy esa primera vez que piso la plaza, los elegidos, hijos de la primera generación de chinos que creyeron y cumplieron con la política del hijo único, los estudiantes universitarios de la capital en un país que todavía tenía una tasa abrumadora de analfabetos, lo mejor de lo mejor, los llamados a cambiarlo todo. Fotos que muestran las huelgas de hambre, las concentraciones pacíficas para pedir una reforma del PCCh sin inicialmente cuestionar su liderazgo: acampadas en el medio de la plaza, tiendas improvisadas y chavales tumbados en el suelo. Con 25 años y un continente de separación, sorprende el aire 15-M.

Las siguientes imágenes revelan el calentamiento de las protestas: más gente, nuevas peticiones de multipartidismo y el levantamiento de una suerte de estatua de la libertad cuya imagen recorrió el mundo y que humilló profundamente al partido. Las últimas son del horror y, entre estas destaca la del hombre del tanque, cuya identidad sigue sin conocerse.

No siempre entiendo las razones por las cuales una y no otra imagen acaba siendo icónica, pero no es el caso. Esta me conmovía y lo hace ahora más, después de ver en carne y hueso hordas de jóvenes que, de espaldas, bien podrían ser el hombre del tanque. Hay cientos de pekineses que hoy en día siguen vistiendo ese sencillo uniforme para todo que parece de camarero que sale a hacer un recado: el pantalón negro, la camisa blanca de manga corta para el junio chino, esa cintura minúscula de bailarín, una bolsa de plástico en la mano... La nada más absoluta delante de un tanque, una piedrecita en el camino, minucias.

Tardé siete años en encontrar a un joven chino con el que hablar de ‘lo de Tiananmen’, para quien no fuera simplemente la plaza más importante de su país, para quién evocase lo mismo que para mí. Que supiese de lo que hablaba o que, aún sabiéndolo, no quisiera cambiar de tema inmediatamente. Que me contase cómo se enteró, dónde vio las imágenes, quién se las enseñó, cuántas personas pensó que habían muerto, si sus padres lo sabían. Me lo contó todo en susurros.

Tiempo después, un joven español me explicó cómo le había puesto a su mujer china un documental sobre Tiananmen y ella había pasado hora y cuarto de proyección negando con la cabeza, incapaz de creer. No podía ser cierto, tenía que ser una película, le repetía. Con las imágenes del hombre del tanque avanzando armado con su bolsa de plástico hacia semejante mamotretos del terror, lloró amargamente lágrimas atrasadas 20 años. Al acabar, llamó a sus padres: «Cuando vaya a veros os contaré una cosa».

(Publicado en la edición impresa el 7 de junio de 2014)

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