El Gordo y el Scalextric, Una crónica hecha trizas

HOY empieza la Navidad en mi casa, casi con una precisión de solsticio. Entrará por el quicio de la puerta a las 11.37 de la mañana. A esa hora seré uno de los agraciados con el Gordo. Dos décimos. 800.000 euros brutos, es decir, ‘antes de Montoro’. Si no ha comprado el 96310 en la avenida Felipe II de Madrid, o el 83761, que aspira a un digno segundo premio, ya puede empezar a repasar la pedrea.

Usted pensará que esto que está leyendo lo he escrito antes de que empiecen a rodar los bombos y que por tanto es imposible que pueda adivinar el resultado. Tiene razón, pero aún así hágame caso. En las vísperas se me ha averiado seriamente el coche y mi chica ha destrozado el suyo. Al día siguiente nos llamaron del Froiz para decirnos que nos había tocado la cesta de Navidad, con su jamón y botella de Jb incluida. Los augurios son concluyentes.

La Navidad empieza tal día como hoy desde mediados del siglo XIX. Por entonces aún presumíamos de ser un imperio. Cuba y en menor medida Filipinas eran en la segunda mitad de esa centuria dos de los destinos predilectos del gordo de Navidad. La lotería fue el último intento de mantener unidas las provincias de ultramar, como los héroes de Baler o los marineros de Cervera en la bahía de Santiago de Cuba.

El soniquete de los niños de San Ildefonso era en mi primera infancia un anticipo de los anuncios de El Almendro y Antiu Xixona. Mi abuela se sentaba ante el televisor con unos números garabateados en una hoja en blanco y unas lentes bifocales en los ojos. Yo le preguntaba qué era aquello y ella me respondía que los números de la suerte, y que si coincidían con lo que cantaban aquellos niños repeinados los Reyes traerían por fin el Scalextric.

Nunca entendí muy bien qué tenían que ver los Reyes Magos con aquel invento aburrido de la lotería, y menos aún por qué no escribía mi abuela más números en aquella hoja, que si solo era cuestión de acertar lo allí anotado ya podía poner 1.000 o 10.000 cifras en vez de las tres o cuatro que habitualmente dibujaba. Tardé en comprender que para escribir aquellos números antes había que comprarlos en una tienda, y que cada uno de ellos valía como media pista del Scalextric. Un día le dije que para eso era mejor comprarlo directamente, con su Tirrel P-34 6 ruedas, y dejarse de intermediarios. Se rio.

Con el Scalextric soñábamos mis hermanos y yo todos los años. Cuando en clase de religión la madre Isabel nos preguntaba qué era para nosotros el cielo yo siempre me imaginaba un Scalectrix de cuatro pistas, con sus puentes y peraltes, en medio de un mar de nubes celestiales, y a su lado una bicicleta y un balón de reglamento. Era la felicidad absoluta. Así lo escribí en una redacción, y no debí ser el único. A la madre Isabel no le debió gustar mucho el resultado de la encuesta. Nos reunió a todos al día siguiente y con el gesto severo y muy duro nos riñó:

-¡El cielo es la contemplación eterna de Dios!

Aquello me pareció que debía ser muy aburrido, toda la eternidad contemplando un ojo dentro de un triángulo. Mejor me quedaba con Melchor, Gaspar y Baltasar, que aunque nunca dejasen el Scalextric sabías al menos que existían. Sus copas de oporto medio vaciadas y los polvorones desechos a dentelladas así lo atestiguaban. El seis de enero de 1973 por fin lo Reyes nos trajeron el Scalextric. Llegué al salón aún quitándome las legañas y mi padre ya lo estaba probando. «Se acaban de ir justo ahora», me dijo mientras apretaba el mando. Era de solo dos pistas, un modesto GP-26, sin puentes, ni peraltes, ni pretensiones, pero desde ese día nadie habla mal de la monarquía en mi presencia.

Una crónica hecha trizas

El 22 de diciembre acababa cada año del mismo modo, con mi abuela rompiendo la hoja en la que había anotado sus números. Seguramente hoy usted y yo haremos lo mismo con esta crónica supuestamente premonitoria. Siempre será mejor hacerlo uno mismo a que se lo haga delante de sus narices una diputada provincial de Pontevedra, como le ha pasado a un compañero de contraportada. Tras citarle en su despacho hizo de su artículo un confeti. De momento a mi amigo no le ha aparecido ninguna cabeza de caballo entre las sábanas.

Comentarios