El final de nada

Negociación. (Foto: Pepe Tejero)
photo_camera Negociación. (Foto: Pepe Tejero)

A MÍ NADIE me quita de la cabeza que todo comenzó a torcerse un día que alguien en un despacho trató de cruzar ciertos límites y le pusieron pies en pared. La tristemente típica escena del sofá, tres buenas piezas en cuero negro rodeando una mesa abrillantada por el barniz por la que gatea una escultura de Ramón Conde, una voluminosa figura humana desnuda y a cuatro patas que ofrece sus cuartos traseros mientras sus carnes cuelgan hasta casi fundirse con el barniz. Eran buenos tiempos, y una nieta de Álvaro Gil estudiaba el legado que su abuelo dejó al Museo becada por la propia Diputación.

Nadie puede quitarme de la cabeza que todo fue a peor a partir de ahí. Luego comenzaron las preguntas y las exigencias sobre la colección de pintura catalana y aquello fue a mayores, porque ya se sabe que por estos lares cuando dos se ponen chulos la cosa puede acabar de cualquier manera. Aquí acabó con dos demandas por la propiedad y una sentencia del Tribunal Supremo que reventó en pleno cielo del paladar de los lucenses. Todo debió terminar el mismo día que empezó, hace catorce años, con cada pieza en su sitio, una placa de agradecimiento y dinero en el bolsillo de todos, pero no ha terminado hasta esta semana, con una sala de orfebrería que parecía víctima de una banda de aluniceros, una caja blindada en Madrid llena de torques y un agujero en las cuentas corrientes.

No es el final de nada ni de nadie. Seguimos teniendo un Museo que merece mucho la pena, empezando por el propio edificio. Pero a mí me gustaba mucho esa sala donde estaba la colección de Álvaro Gil, con esa reja de seguridad que daba la sensación de estar entrando en un lugar vedado, esa semipenumbra y la iluminación directa sobre los oros resplandecientes dentro de la vitrinas con fondos negros.

Claro que a lo mejor era solo a mí y a otros cuatro mal contados. Cuando el jueves por la mañana, mientras esperaba a que saliera la furgoneta en la que viajaba la colección, informé del asunto en las redes sociales, por pasar el rato, las reacciones fueron del pelo «¿se la llevan en cajas usadas del Mercadona?», «conozco un Compro Oro en el que les pagan el gramo a 49 leuros» o «que me las traigan, que les hago una piñata bonita bonita como las que están de moda entre mis pacientes rumanos», esta última de un amigo odontólogo sin ninguna precaución con el óxido nitroso. Los comentarios que pueden leerse al respecto en la web de este periódico también dan para hacerse una idea.

Los herederos quizás esperaban que la partida de la colección provocara una oleada de indignación popular y desembocase en una catarata de dimisiones políticas, pero va a ser que no. No sé si para bien o para mal, allá cada uno, pero va a ser que no. Esto no es la desaparición de un equipo de fútbol, y tres millones de euros de dinero público en este momento pesan lo suficiente como para que nadie comparta indignaciones.

Yo tampoco estoy indignado. Si acaso, apenado, desilusionado, pero no indignado. Porque entiendo que, después de catorce años en los que cada persona que ha intervenido en este asunto lo ha ido empeorando, es justo en el momento en que todos han hecho lo que debían cuando el acuerdo no ha sido posible. El BNG que controla el área de cultura provincial, poniendo en el asador toda la carne que no quiso poner en el mandato anterior; su socio en el gobierno, prestando su apoyo en un segundo plano, y la Xunta, iniciando un proceso de declaración de BIC que debería estar finalizado hace un par de décadas -voy a ignorar, porque hoy no es cuestión de meterse con nadie, la insostenible reacción del PP provincial; un mal día lo tiene cualquiera-. Tampoco puede haber reproche a los herederos, que han defendido lo suyo, porque a todos nos es más fácil reclamar generosidad con el dinero ajeno.

Pero todo esto no ha sido suficiente para que se olvidaran tantos años de pleitos y afrentas, ni para saciar el hambre y el rencor acumulados en este tiempo. Aún hay puertas abiertas, para quien quiera cruzarlas, aunque el tiempo corra en contra de todos.

Yo, al final, me quedo con la conclusión del inescrutable Elías, un amigo con sentido común que, al contrario que yo, solo abre la boca cuando tiene algo que decir. «Si el abuelo levantara la cabeza...», analizó a bocajarro, para volver de nuevo a la confortable sabiduría de su silencio. Pues eso.

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