El factor de obsolescencia

SUPONGO QUE muy poca gente, salvo que sea por motivos sentimentales, se para hoy en día a arreglar un paraguas. El enésimo temporal que hemos padecido este invierno dejó las calles sembradas de esqueletos de madera y metal. El martes a media tarde, los viandantes que se atrevían a desafiar a la lluvia impenitente y a las traicioneras rachas de viento se encontraban cada pocos pasos con madejas desvencijadas de varillas, mástiles torcidos y jirones de tela. Algunas sobresalían de las papeleras. Otras descansaban, impúdicas y destartaladas, en el suelo de las aceras o en las zonas peatonales del casco histórico. Abandonadas por sus dueños sin el más mínimo cuidado. Cadáveres de una batalla perdida contra la borrasca. Despojos que cayeron fulminados en una postura imposible y que nadie se preocupó de recoger.

Mi resguardo acabó en uno de los contenedores de la Rúa Galicia. Apenas aguantó trescientos metros. A la primera embestida del viento, tres o cuatro varillas quedaron muy malheridas. Lo peor es que, a la segunda, el mástil se dobló como si fuese de plastilina. No es por hacer un chiste fácil, pero creo que algo así no me había sucedido antes. Nunca. El fuste cedió como si estuviese hecho de metal fundido. Quedé a la intemperie, con cara de bobo y una especie de parabólica manufacturada como prolongación de mi brazo. En aquel momento, pensé que la culpa de verme en esa ridícula situación era de la mierda de paraguas que me había comprado. Después, ya en casa, con la cabeza más fría y el resto del cuerpo más caliente, caí en la cuenta de que, probablemente, ningún otro hubiese aguantado tampoco el azote del vendaval. Además, si hubiese hecho un mayor gasto en mi adquisición, el dinero habría acabado igualmente en la basura. Por menos de diez euros, tampoco se le podían pedir milagritos. Evidentemente, no fue fabricado para durar demasiado. Tampoco para soportar el mal genio de doña ‘Petra’, de apellido ciclogénesis.

No es exactamente lo mismo, pero cavilar sobre objetos que no fueron concebidos para convertirse en herencia, me llevó a recordar un concepto del que escuché hablar recientemente. Algunos lo llaman ‘factor de obsolescencia’. Sin duda, está muy relacionado con lo que sucede hoy en día con la tecnología, pero la idea no es nueva. Por lo que pude leer, surgió a mediados del siglo pasado. Explica muchas cosas. Consiste en planificar el fin de la vida útil de un producto, de forma que comience a fallar o simplemente se quede desfasado en un tiempo calculado de antemano por los fabricantes. Así se alimenta, aunque sea de forma artificial, la demanda por parte de los consumidores. Las propias marcas reemplazan aparatos con tan sólo unos meses de vida comercial por modelos más modernos. Convierten lo que ayer era nuevo en algo básicamente superado.

Sustituir un producto por otro no tiene tanto mérito. Más difícil parece programar la vida de un objeto para que a partir de una fecha determinada comience a fallar y sea más rentable para sus propietarios reemplazarlo que tratar de repararlo. No parece sencillo, entre otras cosas porque habrá que buscar un término medio. Si se estropea demasiado pronto, la imagen de marca se deteriora. El personal puede acabar pensando que su género es una birria y pasarse a la competencia.

Si la obsolescencia programada es ciencia, lo que sucede con determinadas obras públicas es simplemente morro por parte de las adjudicatarias. Resulta inconcebible que algunos edificios o infraestructuras que nos han costado millones de euros presenten deficiencias graves antes incluso de su inauguración. Fallos aberrantes que ponen en tela de juicio a los responsables de fiscalizar esos contratos con la empresa privada. Tampoco tiene explicación el deterioro que acumulan algunas de esas inversiones con tan solo unos pocos años de uso. En Lugo, como en cualquier otro sitio, sobran los ejemplos. No es el caso de los paraguas de bazar. Tenemos derecho a exigirles algo más. A fin de cuentas, nos salen muy caras a todos.

Arracan dos años de campaña

EL DISCURSO mitinero en la convención del PP nos puso sobre la pista. Arrancan dos años de campaña electoral. El primer examen para nuestros políticos serán las europeas en primavera. El año que viene caerán municipales y generales. Tal y como está el panorama, la batalla se presenta a cara de perro. El problema de tener tantas convocatorias casi seguidas radica en que los partidos suelen estar demasiado atentos, más aún, a su cita con las urnas. Eso condiciona su acción de gobierno en las instituciones. Y no siempre para bien.

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