El encanto del destiempo

Hay un momento para hacer las cosas, un momento que no tiene porque ser el mejor, sino el habitual. No hablo de comprarnos un coche o de aprender a hecer el nudo de la corbata, sino de los grandes acontecimientos

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CUANDO ME desanima el pensamiento de que quizá sea tarde para empezar algo, me vienen a la cabeza las pecas de Ana Llorente, una pelirroja con ojos de viernes que, con cincuenta años, encontró a su media naranja: Pascal, un ruandés elegante, bonachón y con una de esas risas que llenan una casa. Lo conoció en una exposición y se convirtió en su marido. "Las mejores cosas me han ocurrido tarde en la vida, un trabajo en otro país, el amor, grandes amigos", me contó, recordando que todo le llegó cuando daba por hecho que las principales piezas de su tablero ya no se moverían.

Supongo que hay un momento para hacer las cosas, un momento que no tiene porque ser el mejor, sino el habitual. No hablo de comprarnos un coche o de aprender a hacer el nudo de la corbata, sino de los grandes acontecimientos, como ir a la universidad, tener un hijo o decidir el lugar en el que nos vamos a quedar. Hay personas que viven a destiempo y no creo que lo hagan por un sentido de transgresión o impuntualidad, sino porque no lo pueden evitar. Su ritmo no coincide con el del resto, y no están interesadas en forzar el paso o en sentarse a esperar.

La mayoría de mis amigos se casaron cuando tocaba; la mayoría, pero no todos. El pasado verano volví a una boda, una que no esperaba. Fernando y Marisol se conocieron en la universidad, llevan veinte años juntos y son padres de dos niños. Suele ocurrir que, tras dos décadas como pareja, la gente te llama para decirte que se divorcia, no que se casa, así que la noticia me sorprendió; al menos, hasta cierto punto. Supongo que su vida, tras esa boda, apenas habrá cambiado. ¿Por qué entonces? Que se quieren y les da la gana, eso desde luego; sin embargo, tengo la impresión de que existe otra razón, quizá una que exige tener algunos años para entenderla.

Casarse a destiempo tiene un encanto especial, como las vacaciones de invierno o esos padres atractivos que cruzamos en el supermercado


Cuando éramos jóvenes, me refiero a jóvenes de verdad, todos teníamos una opinión contundente sobre las bodas. Como el aborto, la pena de muerte o el diésel y la gasolina, la decisión de casarse era uno de esos temas en los que el campo se dividía a la mitad y no cabían medias tintas. Un bando idealizaba el amor, despreciando la necesidad de garantizarlo a través de un contrato, y otro soñaba con una novia de blanco, una iglesia antigua y un viaje al Caribe. Con los años, esas opiniones se han quedado pequeñas.

Si pienso en mi primera boda, me veo saliendo de un comedor, encajando en los bolsillos de la americana dos botellas de Chivas. Se casaba mi amigo Jose y uno no estaba acostumbrado a las barras libres. Éramos principiantes y lo mirábamos todo con ojos grandes, fingiendo entender, pero sin saber nada, con la excitación de quien estrena una función en la que también nosotros teníamos un papel. Desde esa boda hasta la de Fernando y Marisol han pasado unas cuantas, y nos hemos hechos expertos. Ahora se contratan drones, se recibe a los novios con pompas de jabón y los curas se han vuelto elementos exóticos, sin embargo, las cosas importantes no han cambiado. Sabemos que habrá un vídeo con una canción de U2, un discurso salpicado de anécdotas sonrojantes y ya no nos avergonzaremos cuando nos demos cuenta de que la locomotora de la conga es nuestro padre.

Como es lógico, la mayoría de las parejas se casan cuando el amor se serena, agotada esa primera etapa turbulenta en la que los sentimientos se suben a la cabeza. Además de apaciguados, los novios llegan al altar con una cierta fatiga, comprensible después de un año de preparativos. Las bodas se organizan al detalle y, cuando llega el gran día, han repasado el guión tantas veces que tienen la impresión de haberla vivido. Saben qué ocurrirá cada segundo y el 'sí, quiero' sonará fuerte y seguro, pero ensayado. Para recuperar el suspense, las parejas deberían invitarnos a la pedida, cuando todavía tiemblan las voces, o tal vez las bodas podrían desarrollarse al revés y que los novios se presenten sin saber qué habrá organizado la gente que les quiere.

En una de las bodas más emocionantes a las que he ido, ocurrió algo así o quizá simplemente dio la impresión de que ocurría. Se casaban Joana y David y, además de enamorados, estaban frescos, despreocupados y llenos de energía, tanto que parecían los primeros en sorprenderse con lo que estaba ocurriendo, como si alguien hubiese madrugado para disponerlo todo y ellos se prestasen simplemente a participar de aquel juego, abriendo puertas y descubriendo que sorpresa les esperaba dentro.

Ver a David en chaqué, hasta ese día siempre en camiseta, contribuía a esa atmósfera de baile de máscaras que hace tan atractivas las ceremonias solemnes. El banquete se celebró de noche, era verano y el comedor se instaló al aire libre, en el patio del Castillo de Guimaraes. Los novios entraron corriendo y se frenaron en seco, sorprendidos al encontrarnos de pie aplaudiendo, preguntándose quizá si todo aquello era por ellos. Recuperados, nos miraron con complicidad, alegrándose de que también nosotros nos hubiésemos colado en aquella fiesta.

Casarse a destiempo tiene un encanto especial, como las vacaciones de invierno o esos padres atractivos que cruzamos en el supermercado. A esas bodas no se llega apremiado por el reloj, sino por el deseo de hacer algo cuando no toca. Fernando me contó que Marisol y él habían decidido casarse porque les apetecía dar una fiesta, algo tan simple y tan serio; una de esas razones que hubiésemos cuestionado a los veinte años, cuando uno se aupaba a principios tan altos que costaba ver el suelo desde ellos.

Su boda fue un día hermoso, de sol espléndido al lado del mar y con un dron espiando nuestras coronillas. Quizá a los veinte años a uno le cueste entender la urgencia de celebrar cualquier cosa porque a esa edad las fiestas son lo cotidiano. Sigo sin ser partidario de bodas, al menos de la mía, sin embargo, si un día tuviese que encontrar una razón, celebrar una fiesta sería la única posible.

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