El día de los ignorados

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NO SÉ si alguien me hará mucho caso cuando escribo, pero hoy puedo decir casi lo que quiera, porque nadie me leerá. Todos estarán pendientes de los niños de San Ildefonso y ese mantra que repiten durante toda la mañana con los no sé cuantos mil euros... Y nunca te toca a ti. Bueno, casi nunca. Hubo excepciones gloriosas como aquellas de Sante y O Castelo. Pero fueron pocas, la verdad. La suerte en esto, como en tantas otras cosas, nos suele ser esquiva.

Sin embargo a mí este día me gusta. Me devuelve al Jardín, el barrio de Ribadeo en el que me crié, en una casa que se llamaba Casa de los Frailes y en la que desde por la mañana escuchaba la tele con ese sonido repetitivo, pegadizo e ilusionante. Tal vez la memoria me tienda una trampa, pero tengo el recuerdo, seguramente erróneo, de ir por la calle escuchando continuamente la musiquilla del sorteo, que se escapaba por las ventanas de las casas.

A mí me gustaba porque aquello marcaba el inicio de las vacaciones de Navidad, y yo siempre fui muy devoto de los Reyes Magos. Pobres. Van perdiendo la partida claramente con respecto al gordo vestido por la Coca-Cola. Qué vergüenza.

En una zona cercana del cerebro guardo las cabalgatas de Reyes a las que acudí creyendo en ellos ciegamente. Mi prima Rocío y yo redactamos una carta un día justo antes de que saliera la comitiva real. Bajamos ilusionados pero las carrozas eran tan altas y había tanta gente que tuvimos que volver sin poder entregar la carta a sus majestades. Aquello me dejó un disgusto tremendo que solo se mitigó en parte con la captura indiscriminada de caramelos.

Ese fue otro cambio sustancial: la cantidad, no la calidad. Coger caramelos hace 35 años era una empresa complicada. Ahora hay tantos que no tiene mérito. Incluso los supermercados los donan con la esperanza de captar algún cliente. Ellos también creen aún en los Reyes Magos.

El día de la lotería también lo recuerdo con frío, no sé por qué. Me costaba levantarme. Mi habitación tenía un tragaluz pequeñísimo y apenas entraban unos pocos rayos de sol anunciando el nuevo día. No vamos a hablar de los vaivenes climatológicos, porque ya se tocaron aquí otras veces y están dando para escribir tesis doctorales y encuentros de líderes planetarios, así que parece hasta pretencioso ponerse a elucubrar o a afirmar tajantemente lo mucho que cambió también lo del tiempo.

Pero lo que conserva intacta la lotería de Navidad es la imagen de marca. Eso es sorprendente. Casi no me lo puedo creer. La gente todavía dice eso de «a ver si me toca la lotería», y en realidad es complicadísimo que te toque lotería suficiente como para retirarte, a menos que seas Carlos Fabra, claro, que entonces te va tocando cada año varias veces y así sí que cunde. Pero salvo esos casos extremos y nunca suficientemente aclarados, la realidad es que a pocos les solucionó la vida definitivamente.

Es más, circula por ahí un estudio, desconozco si minucioso, en el que se habla de lo desgraciado que te vuelves en caso de que te toque la lotería, y anticipa un porcentaje muy elevado (creo recordar que el 64%) de posibilidades de que acabes no ya arruinado, sino también divorciado. Es una buena excusa para tirar de otra de esas frases hechas para este día: «Casi mejor que no me toque». Pues yo, qué quieren que les diga, prefiero arriesgarme.

Lo que me solivianta un poco, y viene de lejos, es que sean siempre los niños del dichoso colegio de San Ildefonso los que tengan que andar dando el cante esta mañana. No sé yo por qué no van a poder ir hasta Madrid los de un colegio de Murcia, de Albacete, Teruel o A Pontenova a demostrar que también tienen unas cuerdas vocales perfectamente entrenadas y nervios de acero para subsistir a una mañana tan estresante y que luego podrás contar a tus nietos.

Eso nunca sale. Reportajes sobre los niños que cantaron el gordo hace cuarenta años y ahora son unos puretas amargados porque el banco se les quedó con el piso y tuvieron que volverse a los cuarenta y pico a casa de sus padres. No demos ideas.

Y por último está lo que menos me gusta de todo: los programas de la tele. Creo que no vi nunca ninguno, aunque es imposible no ver retazos sueltos cada año. Es insufrible. Creo que si no fuese porque se notaría con los números, podrían poner los programas de años anteriores y no habría diferencia alguna. Normal. Qué va a decir la gente. No va a estar triste. Así que el telediario de las tres ya saben con qué empezará, con gente bebiendo champán a morro y explicando que el camarero de su bar les guardó un décimo que no habían comprado.

EL GUSTO: La iniciativa de tipo empresrial del Bloque comarcal

HAY QUE reconocer el buen trabajo del BNG con la última reunión que montaron con empresarios y representantes comarcales de A Mariña de todo tipo. El colectivo que coordina Ana Ermida reunió a un buen puñado de hombres y mujeres que tienen mucho que decir y a los que tal vez no escuchemos demasiado a menudo. Craso error. Este tipo de reuniones y puestas en común son algo que no está nada de más y que es importante que continúen produciéndose porque si algo se necesita hoy en día, es que se escuche a todo el mundo, porque es algo que cada vez sucede menos.

EL DISGUSTO: El cierre de Mon es especialmente significativo

AUNQUE YA se veía venir, el cierre definitivo de Construcciones Mon es algo más que el cierre de una empresa. Tiene todo el aspecto de presentarse como el fin de una época. El propio Manuel Mon contaba que durante veinte años lo fueron todo. Sin embargo no les quedó prácticamente nada. La empresa se metió en una espiral que muchos otros conocen ya, y si duró tanto fue precisamente por la sólida base que venía arrastrando anteriormente. Será complicado que vuelvan a surgir empresas de ese calibre, y menos en la comarca. Hay que recordar que fue la más importante de la provincia.

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