El despertador baldío

EN EL PISO DE al lado no vive nadie, pero todos los días, a las ocho de la mañana, suena un despertador, recreando la imagen de un náufrago que se ahoga en el desierto. Algunas veces programo el mío para las ocho menos cinco, y así escuchar el de la vivienda vecina con atención, mientras busco nuevos matices en su sonido. Me gusta imaginar que, después de un par de años doblando infructuosamente, al estilo justo de un náufrago sobre un madero en el Pacífico, alguien al fin se despierta a su lado de una pesadilla durísima, y al mirar la hora exclama: «¡Me cago en la vida, llego tardísimo al trabajo!». Ese despertador baldío es una variante del silencio, que se despliega de muchas maneras. En ocasiones, silencio solo significa ruido. Basta que medie indiferencia. Silencio, llegado el caso, pueden ser dos personas departiendo con buenos modales, elegantemente vestidas, y desinteresadas del todo por lo que cuenta la una a la otra. Cuando tu madre te exigía a gritos que pusieses la mesa y tú respondías «ya voy», y no ibas ni loco, jugabas al silencio.

Por no decir que el silencio, entendido como ausencia total de sonidos, también puede resultar una forma de comunicación. Es conocido aquel encuentro de Borges con Italo Calvino en un hotel de Sevilla. Calvino era tímido hasta extremos lastimosos, y la costumbre del silencio, equiparable a la costumbre de llevar pantalones vaqueros, o a la de carraspear, le venía de los antepasados. En la primavera de 1984 viajó a Sevilla con su mujer, Chichita. Cuando entraron en el hall, repararon en Borges, ciego ya desde hacía tiempo. Se acercaron. Chichita entabló con él una amistosa conversación mientras Italo, como era habitual, se mantenía callado a su lado, hasta que a ella le pareció oportuno realizar una aclaración: «Borges, Italo también ha venido…». Apoyado en su bastón, Borges irguió la barbilla y dijo con una tranquilidad suiza: «Lo he reconocido por su silencio».

En mi última mudanza llegué a Ourense preparado para todo. No estoy en edad de cultivar esperanzas, pero aun así aspiraba a que el vecino no fuese un perfeccionista del ruido. En los últimos diez años he residido en ocho lugares distintos, donde he convivido con docenas de vecinos. He tenido pianistas, jueces, traficantes de droga, adolescentes que mantenían viva la tradición de escupir en las escaleras. También he tenido funcionarios, parejas a las que le gustaba tirar la basura por la ventana, jugando al baloncesto, y una vez incluso un sacerdote con una pierna ortopédica. En fin, bellísimas personas.

Ahora suspiraba por un tipo amoral, que no sintiese curiosidad intelectual por madrugar, pero tampoco por organizar fiestas sin mi presencia. Recibí un duro golpe al descubrir que el nuevo vecino sería un individuo taciturno y tristón, invisible. Tardé meses en acostumbrarme a aquel sosiego crudo. Casi me obligaba a avanzar por casa apartando el aburrimiento, de lo denso que resultaba el reposo que llegaba a través de la pared. Era difícil no tener un recuerdo para la familia Wittgenstein. Cuando Ludwig y Paul vivían en la mansión familiar en Viena, Paul interrumpió una mañana sus ejercicios de piano para golpear la pared que daba a la habitación contigua, donde Ludwig escribía en silencio: «¡Cómo pretendes que toque el piano con tu escepticismo metiéndose por debajo de la puerta!».

Cuando al fin me habitué a que el vecino no pusiese la música alta, no arrastrase los pies, no viese la televisión, probablemente no hiciese el amor, de pronto todo cambió. En realidad, de tan silencioso que resultaba, acabó abandonando el piso y en su lugar dejó un silencio todavía más hueco, roto cada mañana a las ocho por el despertador, que dejó plantado en la mesilla; tal vez a propósito, como es característico en las personas absolutamente civilizadas. Por suerte, cuando me voy de vacaciones a casa de mi suegro, es una felicidad reencontrarme con los vecinos a los que odio por razones del todo familiares: son ruidosos y asan sardinas en el jardín. Aprendí a aborrecerlos en media hora, cuando aborrecer a una persona habitualmente me consume una tarde entera, entre conocerla y decidir que no soporto el bigote, o las camisetas de sisa, o el abuso de los diminutivos. Cosas así conducen a odios incurables. Lo aprendí de Karl Kraus, que recomendaba asesinar enseguida a los señores que contestaban al ofrecimiento de un cigarro con la frase «no diré que no», porque de lo contrario podría darse el caso de que a la pregunta por si les gusta una mujer, respondieran «a nadie le amarga un dulce». Estoy deseando que llegue el verano solo para ser un desgraciado y no pegar ojo por culpa de los mamarrachos de todos los años.

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