El cielo sobre Pekín

ANDAN TODOS LOS pequineses divididos, que no saben muy bien qué querer. Hay días en este otoño verdaderamente azules, de cielo reluciente y aire que parece limpio en una ciudad donde nunca lo está. Son tan escasos, pero tan predecibles, que se disfrutan con antelación, cuando el hombre del tiempo los anuncia como probabilidad y se sigue hablando de ellos una vez que han pasado, al modo de una actuación del circo en un pueblo al que solo llega una vez al año. ¡Qué día tan bonito el del martes pasado!, dicen ensoñadores y asienten con tanta entrega que parece que acaban de marcar la fecha en la agenda con un corazoncito para besarlo después, como las adolescentes antiguas, las de la era presmartphone.

Al mismo tiempo, las casas están tan frías que el único otro tema de conversación es la fecha en la que, al fin y todas a una, se prenderán las calefacciones de la ciudad.

Ese es un gran día, que habitualmente llega el 15 de noviembre a no ser que el fresco resulte doloroso y se dé un permiso para adelantar el encendido.

Y en esas están los pequineses, que les cuesta decidir qué prefieren, si la esporádica visita de un día azul, que da para para tanto tema de conversación, o si aceptan rendirse y claudicar: dejar que se declare oficiosamente el invierno y que el carbón empiece a arder, provocando un cielo que da pena mirarlo pero unas casas a las que siempre se quiere volver.

Esta es una ciudad de gente orgullosísima de su calefacción hasta un punto que me resulta entrañable y un poco incomprensible. La mención de Shanghái ayuda a que muestren todo su chauvinismo y, casi con seguridad, un verdadero pequinés mencionará entre las maravillas de su ciudad la Ciudad Prohibida, la muralla y el hecho de que todas las casas tienen calefacción. «Y en Shanghái, no», dirá, y casi parecerá a punto de soltar un contundente «¡Ja!» después de tal revelación.

El orgullo a veces ciega, supongo, y hace años, cuando estudiaba cómo hacer frases comparativas en chino, el primer ejemplo que dio la profesora a una clase llena de occidentales estupefactos y de unos cuantos orientales en semejante estado fue: «El tiempo es mejor en Pekín que en Shanghái porque las casas tienen calefacción». El debate que siguió después fue enconadísimo y, pese a nuestras protestas, la mujer no se bajó de la burra salvo para reconocer que, efectivamente, el tiempo suele aplicarse a lo que ocurre en el exterior y el ámbito de actuación de la calefacción, por poderosa que sea la de Pekín, se circunscribe al interior de las casas. «¡Y qué casas tan calientes las nuestras!», insistió, defendiendo como bueno el surrealista ejemplo.

Pasa el tiempo, y yo, friolera como soy, sigo sin entender esa arrebatada pasión calefactora, pero pienso si no se considerará, en cierta manera, un premio. Sales a ganarte las habichuelas -el arroz, en fin- y en justa compensación vuelves a una casa caldeada.

Hay algo de sacrificio en pasar frío, es cierto. Justamente sobre eso discutimos en otra clase, en la que, tras ver la película ‘Largo camino a casa’, occidentales y orientales la interpretamos desde posturas encontradas y no hubo forma de ponerse de acuerdo. A los primeros nos pareció un poco absurdo que el personaje de Zhang Ziyi se pasase los días al borde de un camino bajo la nieve, precariamente vestida, esperando a su amado cuando el único lugar al que iba ese camino era su pueblo. Creíamos más conveniente que lo esperase en casa tranquilamente porque, si es que pasaba por ese camino, necesariamente era para ir al pueblo. A los orientales, sin embargo, les pareció profundamente romántico el detalle, necesario para hacer ver al amado el profundo interés que sentía y les entusiasmó que, a su llegada, ella estuviera casi moribunda, prueba de que su entrega era absoluta. De nuevo, fue imposible ponernos de acuerdo. Europeos y americanos defendíamos que quererse está muy bien, pero que mejor quererse al calorcito. Japoneses, coreanos, o vietnamitas nos miraban hasta con pena: qué vida romántica tan miserable debíamos de tener si no éramos capaces de contemplar la congelación como prueba de amor.

Estos días mi perspectiva es absolutamente pequinesa. Yo tampoco sé qué quiero o, más bien, lo quisiera todo: calor dentro de casa y, fuera, siempre un cielo azul. No hay forma de elegir.

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